Tuesday, July 03, 2007

la atracción de la decadencia



Esta Antología del decadentismo. Perversión, neurastenia y anarquía en Francia, 1880-1900, libro admirable en su orden y coherencia, resulta hoy una propuesta tan apasionante como compleja y esperada. Entrar en él es como atravesar un burdel para llegar a una capilla construida sobre un desagüe parisino. Los habitantes de este salón, artistas pobres y aristócratas tristemente reales –no triunfantemente dudosos–, todos lobos y corderos alternativamente, nunca resignan el placer de la conversación y las drogas.
Hay una habitación para las ciencias ocultas y la magia negra, otra desde donde espiar el patio de la Salpêtriere, famoso asilo de Charcot, y una más para leer en voz alta À Rebours, la novela-catálogo-compendio teórico del decadentismo que Joris-Karl Huysmans, masoquista cristiano del vicio, dio a conocer en 1884. Las actividades, entre la planificación y el azar, consistirían en fornicar con culpa, mirar con desdeñoso placer la descomposición de la materia viva o, como en el breve relato de Los otros ojos de Jean Richepin, escrutar las úlceras del alma.
Lector oculto. “Numerosos factores han conducido al olvido casi perfecto de la constelación de escritores que eslabonaron el paso de un siglo a otro”: la frase del prólogo de Claudio Iglesias, que suena a denuncia, no es tan cierta ni es tal denuncia. La pelea por la inclusión, en el canon académico o en el no muy diferente sistema de traducción, distribución o venta, es una pelea falsa. ¿Qué crítico no la ha practicado? Impulsada por una arrogancia casi deportiva y con el premio fantasma del triunfo político-literario, mucho mejor es una lectura productiva antes que la marquesina sospechosa de la cátedra o el galardón evanescente del periodismo. Y, por otra parte, si algunos de los decadentes se quedaron a la intemperie, tanto mejor para ellos, que no nos niegan el placer de descubrirlos. O como dijo Huysmans: “De a muchos se hace cenáculo, no es elegante”.

Por otra parte, en América el decadentismo entró como una tromba, incluso antes de que la pampa dejara de ser el granero del mundo. Fue guía en Boedo –Arlt y sus marginales, Castelnuovo y su larva–, pero también fuente primera para los periodistas-narradores moldeados en Caras y Caretas, del cual el más conspicuo por producción y calidad tal vez fue Soiza Reilly. Si el zarpazo se estiró hasta la verborrágica novelística de García Marquez –El otoño del patriarca les debe a los decadentes hasta sus calores–, el fin de siglo argentino, con negros poderosos en Ferraris y rifa de joyas, podría haber alentado un dandismo frío pero no fue lo suficientemente erudito –o francés– para rescatarlos. (Nota: el excelente minimalismo de los americanos del Norte nunca hizo rima con nuestros 90. Eso es un hecho.)
Antología del decadentismo, entonces, contiene piezas breves de Remy de Gourmont, erudito bizarro, Jules Barbey D’Aurevilly, reivindicador de un catolicismo excéntrico, Auguste Villiers de L’Isle-Adam y el cándido Marcel Schwob, entre otros. Jean Lorrain, homosexual exhibicionista y toxicómano, en Un crimen perfecto. Relato de un bebedor de éter, logra páginas al mismo tiempo cristalinas y profundamente enigmáticas, cuando dos viajantes incursionan en el asesinato disfrazados para el carnaval. Más allá, Octave Mirbeau reescribe a Poe en El asesino de la rue Montaigne y Jean Richepin anticipa El Aleph en Hombre-peste, donde un pintor y un curioso se emborrachan y en vez de recorrer el mundo en un instante admiran sólo los arruinados estamentos básicos de la India.

El gran Charles. Los decadentes fueron cultores de una prosa al servicio de la descripción, la anécdota truculenta y la teoría estética, esta última para fundamentar muchas veces aquello que no tiene fundamentos. Fértiles en metáforas de la descomposición, miserabilistas con humor que prefieren trabajar sobre individuos antes que sobre paisajes, pero que no dudan en sumar lo social si la puerta de la inspiración se abre, sus libros signaron el crepúsculo fabril de un siglo de talentos literarios.
Y sí, al final, todos los caminos llevan a Baudelaire –mucho más que al divino Marqués, que después de todo no puede conjurar su racionalismo. Iglesias lo dice de manera insuperable: “El sol agonizante de Baudelaire, de cuya blancura surge un colorido ocaso, se declina así en diferentes redes temáticas cuya indagación corresponde a las secciones de nuestra antología que, más que clasificar los textos, opera como incisiones quirúrgicas en una materia sumergida”. Una última palabra para Claudio Iglesias. Como traductor es impecable: sus intervenciones prologando cada parte del libro son necesarias para legos y agradecidas por iniciados.

La decisión de terminar el libro con una serie de breves biografías de cada autor lo muestra también hábil para la narración crítica. En español, nadie puede arrebatarle la autoría de esta antología. Sutil decadente él mismo, cuenta y conjura la historia llena de “conversiones, arrepentimientos, fracasos o finales espantosos” de sus antologados y entrega un recorrido feliz, muchas veces indispensable y siempre placentero para el lector inconformista.

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