Tuesday, August 15, 2006

las máquinas del bien y del mal



Herbet George Wells nació el 21 de septiembre de 1866 y murió en Londres el 13 de agosto de 1946, hace exactamente 60 años, cuando las cenizas de la Segunda Guerra habían empezado a enfriarse. Fue imprentero y periodista. En 1895 obtuvo una beca para estudiar Ciencias Naturales y después enseñó en el Cambridge, hasta que una tuberculosis mal curada, pero no del todo dañina, hizo que abandonara su vida pública y se dedicara de lleno a escribir. Se lo denominó “utopista”, “padre de la ciencia ficción” y “socialista”, pero todo estos rótulos se vuelven flacos reflejos de cara a sus fantasías aleccionadoras, sus novelas sociales y sus fábulas irónicas. La leyenda dice que publicó más de cien libros.

En 1934, redactó su Experimento en biografía, que no se consigue en español, y en 1945, después de ver cómo las naciones más modernas de la tierra se mataba y torturaban dio a conocer el no menos enigmático El destino del homo sapiens. La mejor parte de la historia literaria de Wells, sin embargo, está en sus comienzos. Sin desmerecer el aire profético de El primer hombre en la luna que inaugura el siglo de los viajes espaciales en 1901, posiblemente son sus primeros libros, los más conocidos, sus mejores creaciones literarias.

El largo brazo de la influencia. Escritas con una economía y una claridad excepcionales, la influencia de estas historias en el siglo XX es tal que todo lo que siguió después en el género oculta o muestra su marca. Desde el exitoso Ray Bradbury de los ciclos lunares hasta El Cuerno de Caza que John W. Wall firmó con el seudónimo Sarban, haciendo una escala técnica en la editorial Minotauro y estirándose a las ficciones que la revista El péndulo publicaba en Argentina de los 80 (a saber, inspirados Elvio Gandolfo y Mario Levrero entre otros), la literatura de ciencia ficción encuentra en Wells una escuela narrativa generosa de la mano de un tutor de amplio y permisivo.

En la misma línea, el cine fue especialmente receptivo a sus ideas narrativas. Series legendarias como El túnel del tiempo (en los 60, dos científicos se pasean por todas épocas con un espiral blanco y negro de fondo) o Viajeros (en los 80, un adolescente y un aventurero reencausan los entuertos del pasado), y películas que hicieron época como Terminator (un excelente Schwarzenegger) o Volver al futuro (el mejor Michael J. Fox) son extensiones actualizadas de los procedimientos que instala La máquina del tiempo, primera ficción que Wells publica en 1896.

El hombre invisible de 1897 también tuvo sus series y sus adaptaciones donde guionistas y realizadores no tuvieron que lidiar con lo irrepresentable porque Wells ya les había resuelto el problema con la deliciosa paradoja del disfraz (sobretodo, pipa y sombrero) que se usa para tapar lo que no se ve.

¿Y cómo pensar, por otra parte, productos tan disímiles como Marcianos al Ataque de Tim Burton y El Eternauta de Osterheld sin La guerra de los mundos de 1898? A mediados de 1938, después de la escueta presentación de un locutor anónimo, Orson Welles hizo historia cuando empezó a leer: “En los últimos años del siglo XIX nadie habría creído que los asuntos humanos eran observados aguda atentamente por inteligencias más desarrolladas que las del hombre...”. El programa se llamaba The Mercury Theatre on the Air y la versión radial del hijo americano que partió a Holywood transformó la literatura en realidad a través de la histeria.

Ningún hombre es una isla. Desde El planeta de los simios, con un inolvidable Charlton Heston recorriendo en harapos una tierra dominada por monos, hasta la saga de James Bond, donde el villano misántropo oscila entre el científico loco y el utopista desquiciado, todos los caminos conducen al terror fisiológico de La Isla del Doctor Moreau.

Pequeña joya analógica que en su breve y humilde recorrido exhibe una buena cantidad de complicadas aristas, publicada en el mismo año que La Máquina del tiempo, La Isla del Doctor Moreau propone una situación narrativa tomada y repetida hasta el cansancio por series como Star Treak y sus derivados: Un hombre llega a un lugar desconocido (una ciudad, una isla, un planeta) y lucha contra monstruos que encierran una secreto sublime o ridículo.

La novela empieza con la vieja y querida táctica del manuscrito encontrado pero también un realismo digno del mejor Balzac: “El 1 de febrero de 1887, el Lady Vain naufragó tras chocar contra un peñasco cuando navegaba a 1º de latitud sur y 107º de longitud oeste”. No debe pasarse por alto que, en sí, el verdadero principio de la novela de los monstruos es una escena de canibalismo en un bote a la deriva frustrada por la violencia. Así la narración transita la paradoja de la razón moderna: métodos brutales para humanizar bestias.

Moreau, por su parte, es una especie de cirujano plástico desquiciado que vivisecciona osos, toros, hienas y pumas y vuelve a esculpir sus cuerpos para darles forma e inteligencia humana. La carnicería, por supuesto, tiene un lema puntual: “Una mente abierta al conocimiento de la ciencia –explica Moreau– debe comprender que el concepto de dolor es insignificante”.

Humanoides expresionistas avant la lettre, entonces, retratados por una prosa acorde: “La súbita visión de aquel rostro negro me impresionó de un modo que no sabría definir –escribe Edward Prendick, el náufrago–. Era un rostro deforme. La parte inferior sobre salía como una especie de hocico, y la enorme boca entreabierta mostraba los dientes más grandes que jamás había visto en un ser humano”.

Hay signos que pintan a Moreau más cerca del artista de vanguardia que del científico, aunque el combate entre los dos personajes sea siempre en el terreno de lo inescrupuloso y tanteando siempre los límites de la moral. De hecho, no hay respuesta a la pregunta sobre cuál es el beneficio de torturar animales para intentar convertirlos en seres humanos. Moreau mismo desconoce su impulso. “Supongo que la figura humana –dice– posee algo que atrae al espíritu artístico más que cualquier otra forma animal”.

Si Moreau y sus teorías sobre el dolor y la ciencia son un claro antecedente de Joseph Mengele, el conflicto que modificó para siempre a Wells, como a tantos otros humanistas, y no sólo por cuestiones cronológicas, fue la Primera Guerra Mundial, con el espectacular saldo de Verdún y su arrogante irracionalismo. Después de 1918, un Wells afectado y voluntarioso encaró una historia de la humanidad titulada The Outline of History, especie de Resumen Lerú gigantesco que se fue publicando a medida que se derrumbaba el tratado de Versalles y la historia adobaba el otro gran estallido de nacionalismo alemán.



El precursor argentino. Primera en la lista, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares es una de las tantas huellas de Wells en la literatura argentina. La gran diferencia es que donde Wells pone transfusiones de sangre, vendas manchadas y el arte del bisturí (lo más limpio que ofrece Moreau es la hipnosis), Bioy fabrica un ascético y muy civil proyector de hologramas. En Wells, vale la pena insistir, los aparatos son mecánicos. A lo sumo, químicos como los utilizados por Griffin en El hombre invisible.

Su máquina del tiempo, sin ir más lejos, se mueve a base de barras de niquel, tornillos y varillas de cuarzo que crujen y se astillan. Provista de vistosos engranajes decimonónicos, recuerda más el mecano de un bricoleur industrioso que un experimento filosófico llamado a cambiar el curso de la historia.

En la precisión de su ensayo El primer Wells, Borges coloca la piedra más explícita del puente entre el inglés y nuestro país. Sin embargo, su preferencia por los tendones y las palancas lo enlaza con uno de lo escritores más fabriles y manuales de la literatura argentina. Es comprensible que Roberto Arlt lo haya citado más de una vez como fuente de inspiración.

En una crónica publicada el 18 de setiembre de 1938 en El Nacional de México, Arlt cuestiona la forma en que el progreso acorta las distancias entre el viejo y el nuevo continente: "¿Nos beneficia en algo esta proximidad con Europa? A veces se recuerda La guerra de los mundos de Wells. Hombres viscosos como pulpos, crueles como pulpos, fríos como pulpos, metidos en trípodes gigantes, armados de abanicos de rayos mortíferos, caen sobre la Tierra y comienzan fríamente a limpiarla de hombres.” La cita parece arbitraria pero no tanto si se recuerdan los planes expansionistas de los nazis, su teoría del espacio vital y sus expediciones secretas a Sudamérica.

Más allá de La esfera de cristal –un cuento con anticuarios y un huevo por donde se espía el planeta Marte– antecedente innegable de El Aleph, existe una fuerte relación entre Arlt y Wells. Es posible que la prosa sosegada y analítica del inglés recuerde a Borges, pero las ambiciones de Moreau están mucho más cerca del proyecto alucinado de Los Siete Locos. Rigurosos idealistas, cínicos en su autismo, asexuados, célibes o perversos que cortan su relación con el mundo siguiendo causas de un altruismo demoníaco, el Astrólogo y Moreau sumarían, en todo caso, a Carlos Argentino Daneri como un cómplice intelectual, una brújula o un vidente. Mientras tanto, Remo Erdosain y Edward Prendick se enfrentarían o se plegarían, absortos, al proyecto de la comunidad ética dentro de la comunidad moral, el superhombre aprendido en Mecánica Popular y el egocentrismo como filosofía social.

La idea de que es posible modificar a un precursor es genial. Tanto, por lo menos, como la de que una lectura puede modificar a otra lectura. Sin embargo, muchas veces la fama de la genialidad se paga con el hastío y el desgaste, y los apologistas se vuelven, en el mejor de los casos, loros embalsamados. Pese a esto, es notable y real como Wells anuda en una sola estación los dos ramales mejor señalados de la literatura argentina. Borges y Arlt proyectan una luz especial en esas primeras páginas, donde encontramos una síntesis que luego fructificó, con especial y asombrosa energía, como una planta carnívora, a lo largo de todos los soportes materiales que el prolífico siglo XX le proveyó.

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