fragmentos íntimos
La cultura argentina es sensible a la sentencia. Ejemplos sobran: “Las ideas no se matan”, “Y que lo eunucos bufen”, “Perón construye, Evita dignifica”, “No sé lo que quiero pero lo quiero ya”. La fuerza del punk, sus letras, esa literatura reveladora y recurrente también es epigramática. En Diarios, 1988-1994, de Kurt Cobain, distribuido en estos días por Mondadori, la actualización de la sentencia como género punk es clara: “Fornica ahora, sufre después”.
La reproducción facsimilar de las hojas de los cuadernos espiralados de Cobain, similar a la edición en inglés de 2002, hacen de este libro un objeto atractivo y subsana un poco su composición altamente fragmentaria. Las fechas del título son un poco engañosas, no hay nada que identifique a estos textos como diarios, y aunque respetan una cronología, el conjunto está más cerca de ser papeles reunidos, un género esquivo, donde el compilador influye mucho en el resultado y la presentación condiciona la lectura. En este caso, hay confort sin llegar al lujo. Pese a que la traducción, ibérica y dura, proponga “maqueta” por demo y “teleserie” por sitcom, el sobrio, casi mortuorio diseño de tapa es un acierto.
Las dos frases de inicio son significativas. Primero: “No leas mi diario en mi ausencia”; y enseguida “Vale, ahora me voy a trabajar. Esta mañana cuando te levantes, por favor lee mi diario. Registra mis cosas y trata de entenderme”. Después, una carta fechada en 1988 a Dale Crover, primer baterista de la banda. En ella ya hay un momento mítico: “Ah –escribe Cobain–, nuestro último y definitivo nombre es Nirvana. Ohhh, destino misterioso y místico”.
Hay un par de escenas interesantes y bien narradas. Después de ver televisión, Cobain y Novoselic se ponen a romper discos de Carpenters, Yes y Joni Mitchell, y en un recital universitario compran, por veinte dólares, una Fender Mustang del ‘65 para zurdos.
Antes, sucede la historia personal del descubrimiento del punk en un estacionamiento: “Tocaban más rápido de lo que jamás hubiera podido imaginar y con más energía de la que podían ofrecer mis discos de Iron Maiden. Eso era lo que yo andaba buscando”. Apenas esbozados, los personajes también resultan atractivos y van desde Lester Bags, legendario y corrosivo crítico de rock, que murió víctima de una sobredosis de jarabe para la tos en 1982, o G.G. Allin: un cantante que se hizo famoso por ingerir orina y sangre en su recitales.
De forma mutante, la prosa de Cobain salta al margen, y propone letras de canciones, listas de cosas pendientes, falsas reseñas de presentaciones, poemas en prosa, textos promocionales inéditos, el borrador de una abrasiva y sensible carta de amor a Courtney Love y algunos ensayos breves como Echar pestes sobre el rock progresivo o El crítico se hace Dios, donde aparece la ya famosa frase: “¿Qué voy a hacer cuando sea mayor si ya lo sé todo sobre rock´n´roll a los 19?”.
Lucidez y aprendizaje. Cuando Cobain teoriza no es tan entretenido como cuando narra o se abandona a la escritura. Sin embargo, no deja de llamar la atención su implacable autoconciencia. Más allá del ánimo de protesta y de su vocación para la revuelta, los Diarios documentan la lucidez de Cobain frente al rock como objeto, sus derivados y sus mecanismos. “Quiero ser el primero –escribe– en descubrir y desechar la popularidad antes de que llegue.”
El libro reedita su desconfianza hacia el periodismo especializado, su relación con las drogas duras y la capacidad de Cobain para pensar las tradiciones y las rupturas del rock como la piedra angular de su atractivo como artista. Leído con atención, el libro es bastante más que las venas abiertas de Kurt Cobain. La intimidad, de por sí algo frágil, y el aliento subversivo de Cobain tienen un marco de referencia claro que hace comprensibles los arrebatos: el machismo sexista norteamericano, su homofobia y sus prejuicios, y un mercado omnipresente saturado de productos Disney para toda la familia y rock de plástico.
Ayuda a leer sus papeles el haber escuchado la música de Nirvana. Y aunque pueden ser abordados desde la tradición de la narración experimental (desde Joyce hasta William Burroughs), estos Diarios son las hilachas de una novela de aprendizaje, luminosa literatura grunge: el nacimiento, el éxito y la destrucción, revisitados por un rocker suicida de Seattle.
La reproducción facsimilar de las hojas de los cuadernos espiralados de Cobain, similar a la edición en inglés de 2002, hacen de este libro un objeto atractivo y subsana un poco su composición altamente fragmentaria. Las fechas del título son un poco engañosas, no hay nada que identifique a estos textos como diarios, y aunque respetan una cronología, el conjunto está más cerca de ser papeles reunidos, un género esquivo, donde el compilador influye mucho en el resultado y la presentación condiciona la lectura. En este caso, hay confort sin llegar al lujo. Pese a que la traducción, ibérica y dura, proponga “maqueta” por demo y “teleserie” por sitcom, el sobrio, casi mortuorio diseño de tapa es un acierto.
Las dos frases de inicio son significativas. Primero: “No leas mi diario en mi ausencia”; y enseguida “Vale, ahora me voy a trabajar. Esta mañana cuando te levantes, por favor lee mi diario. Registra mis cosas y trata de entenderme”. Después, una carta fechada en 1988 a Dale Crover, primer baterista de la banda. En ella ya hay un momento mítico: “Ah –escribe Cobain–, nuestro último y definitivo nombre es Nirvana. Ohhh, destino misterioso y místico”.
Hay un par de escenas interesantes y bien narradas. Después de ver televisión, Cobain y Novoselic se ponen a romper discos de Carpenters, Yes y Joni Mitchell, y en un recital universitario compran, por veinte dólares, una Fender Mustang del ‘65 para zurdos.
Antes, sucede la historia personal del descubrimiento del punk en un estacionamiento: “Tocaban más rápido de lo que jamás hubiera podido imaginar y con más energía de la que podían ofrecer mis discos de Iron Maiden. Eso era lo que yo andaba buscando”. Apenas esbozados, los personajes también resultan atractivos y van desde Lester Bags, legendario y corrosivo crítico de rock, que murió víctima de una sobredosis de jarabe para la tos en 1982, o G.G. Allin: un cantante que se hizo famoso por ingerir orina y sangre en su recitales.
De forma mutante, la prosa de Cobain salta al margen, y propone letras de canciones, listas de cosas pendientes, falsas reseñas de presentaciones, poemas en prosa, textos promocionales inéditos, el borrador de una abrasiva y sensible carta de amor a Courtney Love y algunos ensayos breves como Echar pestes sobre el rock progresivo o El crítico se hace Dios, donde aparece la ya famosa frase: “¿Qué voy a hacer cuando sea mayor si ya lo sé todo sobre rock´n´roll a los 19?”.
Lucidez y aprendizaje. Cuando Cobain teoriza no es tan entretenido como cuando narra o se abandona a la escritura. Sin embargo, no deja de llamar la atención su implacable autoconciencia. Más allá del ánimo de protesta y de su vocación para la revuelta, los Diarios documentan la lucidez de Cobain frente al rock como objeto, sus derivados y sus mecanismos. “Quiero ser el primero –escribe– en descubrir y desechar la popularidad antes de que llegue.”
El libro reedita su desconfianza hacia el periodismo especializado, su relación con las drogas duras y la capacidad de Cobain para pensar las tradiciones y las rupturas del rock como la piedra angular de su atractivo como artista. Leído con atención, el libro es bastante más que las venas abiertas de Kurt Cobain. La intimidad, de por sí algo frágil, y el aliento subversivo de Cobain tienen un marco de referencia claro que hace comprensibles los arrebatos: el machismo sexista norteamericano, su homofobia y sus prejuicios, y un mercado omnipresente saturado de productos Disney para toda la familia y rock de plástico.
Ayuda a leer sus papeles el haber escuchado la música de Nirvana. Y aunque pueden ser abordados desde la tradición de la narración experimental (desde Joyce hasta William Burroughs), estos Diarios son las hilachas de una novela de aprendizaje, luminosa literatura grunge: el nacimiento, el éxito y la destrucción, revisitados por un rocker suicida de Seattle.
5 Comments:
bien campión. de donde sacaste esa foto?
Se la saqué yo cuando Nirvana vino a la Argentina.
creo q se escribe burroughs
salu2
Cree bien, señor Loyds.
Ahora lo arreglo.
Gracias por su señalamiento.
loyds,
funes pegó el boludeo
de dejar post
con correcciones de tipeo.
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