Wednesday, November 08, 2006

El arte, el filósofo y la masa

(Lo único realmente interesante de esta nota es pensar que habría pasado si Benjamin, Sócrates de la modernidad, no hubiera sido tan cuadrado como para preferir la muerte al exilio.)

Walter Benjamin nació el 15 de julio de 1892 en Berlín. Su padre era un próspero comerciante judío. Estudió historia y filosofía en la Universidad de Fribourg-en-Brisgau y en 1919 presentó en Berna su tesis doctoral, El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán. Se interesó por el surrealismo, viajó a Moscú por una mujer y frecuentó tanto a Bertold Brecht como a los estudiosos de la Escuela de Frankfurt. También tradujo a Baudelaire y a Proust, y se dejó fascinar por las galerías y pasajes de París. En septiembre de 1940, con un visado para exiliarse en los Estados Unidos, intentó cruzar a España por Los Pirineos. La noche del 26 de setiembre de ese mismo año, en un confuso incidente, se mató en Port Bou acosado por las fuerzas de ocupación alemanas. Cuatro años antes, en 1936, había publicado una ensayo llamado a ser el principio y el centro de un tan influyente como interminable debate. La obra de arte en la época de la reproducción técnica, es hoy, por muchos motivos, un texto obligatorio. Su prosa fijo los rieles por los que correría buena parte de la mejor teoría estética del siglo XX.

Reproducción mecánica. Con traducción al francés de Pierre Klossowski, una versión condensada de La obra de arte en la época de la reproducción técnica apareció por primera vez en la Zeitschrift für Sozialforschung, una revista que se editaba en París. Con una prosa que suele aludir antes que afirmar y la esperanza de satisfacer las “exigencias revolucionarias en la política artística”, Benjamin pasa revista a las artes plásticas en un mundo donde la fotografía dejaba de ser una rareza para volverse un artículo artístico de consumo. Frente al cine, desconfianza explícita mediante, intenta ser ambiguo: en él se esconde la masa, pero puede servir para causas revolucionarias. Aunque no logra darle una respuesta convincente a la reproducción técnica de la literatura y muchas veces da la impresión de que la imprenta como artefacto cultural atenta contra el núcleo argumentativo de su ensayo –la reproductibilidad técnica es intrínseca a la escritura–, Bejamin elabora una batería de conceptos y relaciones todavía vigentes: la idea de que las obras de arte tiene aura agredida por la reproducción mecánica, la autenticidad en relación a los usos sociales, la necesidad de recogimiento, la conversión de lo sagrado en político. En la década del 30, el fascismo era algo demasiado real como para entregarse sin mediaciones a la pasión de masas y Bejamin escribió que ya no se trata de contemplación, por el contrario, “la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística”.
Así, La obra de arte en la época de reproductibilidad técnica tiene el carácter de los textos fundantes de la teoría marxista: desde hace décadas son tan imprescindibles como obsoletos. La opción final de Benjamin por el comunismo y la politización del arte no hacen otras cosa que confirmar esta hipótesis. Sin embargo, más allá de sus tautologías o ingenuidades, este ensayo es el principio de los estudios modernos sobre lo que hoy se conoce como la industria cultural. Su importancia es tal que George Friedman lo ubica en el centro de la reflexión sobre el arte de sus contemporáneos. En su excelente libro La filosofía política de la escuela de Frankfurt, afirma que El arte en la época... “es la base del pesimismo histórico de toda la escuela de Frankfurt y de su miedo a la tecnología”.

Usos, abusos y lecturas. La recepción argentina de Bejamin fue notable. Tuvo un traductor de lujo en Héctor Murena –que también introdujo tempranamente a Th. W. Adorno y a Max Horkheimer en la revista Sur– y ya en la década del 80 era bibliografía obligatoria en todas las carreras de humanidades. Salvando la gran ironía de que a menudo se lo leyera en fotocopias, el envión hizo que a fines de la década del 90, Benjamin y en especial La obra de arte..., empezara a saturar. Ciega admiración mediante, se lo usó para todo. Uno de los pocos que acusó recibo de esta situación fue Daniel Link y en su ensayo Orbis Tertius (la obra de arte en la época de su reproductibilidad digital) escribió: “Nos tocaría a nosotros, pues, examinar las transformaciones del estatuto del arte en el contexto de las nuevas tecnologías de reproducción digital.” Hoy, cuando Internet es una revolución industrial completa, su lectura sólo puede ser relevante si se la hace con ánimo de actualización.
Por otra parte, Benjamin, filósofo mártir, narrador disperso y cool, es un autor híbrido y fragmentario, ideal para leer y pensar en la periferia. De allí que sea el más porteño de los integrantes de la escuela de Franckfurt. Su suicidio puede entenderse, entonces, como un escape al forzado destino americano. Los Estados Unidos, donde lo esperaban los Cadillacs, la televisión y los electrodomésticos de los años 50, no podía resultarle un horizonte deseable. ¿Cómo habría sido la historia si alguien le hubiera hablado de los círculos intelectuales de Buenos Aires, de sus calles y sus cafés? Nadie puede negar que la ciudad más europea de América y el próspero ambiente intelectual del posperonismo hubieran sido terreno fértil para sus atractivas digresiones teóricas.

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