Monday, March 28, 2005

mi versión de París (capítulo dos)

Según me contó Henry, un decreto de 1922 autorizaba a la Universidad de París a aceptar la donación de Emile Deutsch de la Meurthe y reconocía de “utilidad pública” a la fundación que debía llevar su nombre y el de su esposa. En 1923 tuvo lugar la ceremonia de la piedra fundamental y seguramente alguien festejó y se emborrachó. Los dormitorios de la fundación, construidos en un estilo copiado a las universidades inglesas, fueron inaugurados en la primavera de 1925. Eran las primeras construcciones de la Ciudad Universitaria.

El pabellón central, el campanario y su reloj, seis edificios de viviendas y la amplia sala de lectura recibieron nombres de políticos ilustres o de científicos que estudiaron en las universidades de París como Pasteur o Pierre y Marie Curie. Todo se conservaba en bastante buen estado cuando yo lo conocí. Por ejemplo, las cañerías proporcionaban abundante agua caliente y solamente cada tanto había apagones generales que nunca duraban más de dos horas.

Los residentes de la Fundación Emile y Louise Deutsch de la Meurthe eran extranjeros cuya nacionalidad no estaba representada por una Casa en la Ciudad o, en su defecto, franceses venidos del interior del país. Al menos eso era lo que se decía oficialmente.

Había estudiantes que hacían pasantías de especialización, otros terminaban sus estudios de grado o hacían doctorados, y, por supuesto, estaban los que no hacían absolutamente nada. Por mi parte, yo trataba de convertirme en un escritor, si no genial, al menos, decente.

Algunos días dejaba los museos y me quedaba en la Ciudad Universitaria haciendo sociales. Con el tiempo, identifiqué un grupo de exiliados camboyanos. Me despertaron mucha curiosidad. No me animaba a tratarlos porque su apariencia y sus modales eran más bien agresivos. Serios hasta la tragedia, lacónicos y de rasgos duros, todos sin excepción eran negros y usaban borceguíes y camperas de cuero con insignias militares. Intimidaban.

Algunos tenían cortes de pelo neo-punks con crestas de muchos colores y tocaban la guitarra en los jardines de la Ciudad Universitaria. Tampoco era difícil verlos cerca del Centro Pompidou, cantando o simplemente pasando el rato. Todas las evidencias hacían pensar que no trabajaban pero que sí disponían de dinero en abundancia. Sus prendas de vestir, por lo general de apariencia muy sucia, eran de marcas caras y siempre pedían el mejor plato en el comedor.

Por un amigo francés de Henry, me enteré que los camboyanos cobraban un estipendio pagado directamente por el gobierno francés. Camboya había estado o estaba en guerra y esos casi adolescentes eran refugiados políticos. Algo por el estilo.
— También venden hachís— me dijo Henry—. Pero como una actividad netamente cultural.

Un mito decía que la policía no los podía detener por tenencia ilegal de drogas ya que ésta era parte de su tradición religiosa. Como fuere, nunca hablé con un camboyano. No hubiera sabido qué preguntarle.

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