Las zonas más incómodas de un escritor central
Martín Prieto, en su Breve historia de la literatura argentina, libro que por su síntesis y su precisión va rumbo a convertirse en una obra de referencia obligada, nos entrega un Juan José Saer padre. El Saer de Prieto señala, ciñe y obliga a definirse tanto a sus contemporáneos como a sus predecesores y establece, desde la “profundidad del sistema literario”, los límites, cuando no las limitaciones, de autores tan dispares como Roberto Fontanarrosa, Marcelo Cohen, Jorge Asís y Juan Martini. La lectura no es errada. Ni siquiera peca, como podría parecer en un principio, de exagerada. A un año de su muerte, los libros que Saer dejó en su paso por el mundo siguen siendo un referente ineludible cuando se trata el arte de narrar en la Argentina.
Lo propio y lo antagónico. Sin discriminar los cuentos y relatos que siempre se movieron como hermanos menores en su obra, las novelas de Saer son generosos ejercicios de estilo donde la artesanía del lenguaje nunca complica la potencia narrativa ni los minuciosos recorridos de las tramas. Si bien sus últimos títulos no alcanzaron el nivel de densidad de sus obras más importantes, el regalo póstumo de La Grande, una novela inconclusa pero de perfecta legibilidad, lo devuelven al centro de la atención lectora. ¿Nos animaremos a admitir que Saer usó el snobismo de los porteños que reniegan de Buenos Aires para construir un espacio indefinido y mítico en el litoral argentino? ¿Sabremos admirar cómo sus textos ficcionales despliegan una manera pícara y zumbona de pararse frente al campo intelectual, mojándole la oreja al ritmo de una historia que se cuenta con maestría inaudita?
Pese la reciente edición de Trabajos y desviando El río sin orillas a la sección de híbridos donde memorias y ensayo se anudan de forma indisoluble, su libro de reflexión fundamental es El concepto de ficción. Con prosa frontal, Saer teoriza y marca. Su retrato del viajero francés Alfred Ebelot, su simple pero significativa evocación de Roberto Arlt o la presentación que escribió para los Viajes de Sarmiento son textos que reflejan la seguridad del novelista experimentado y la alegría del lector agradecido. Ahora bien, si de Sarmiento reconoce que su literatura nace de una “hospitalidad a lo antagónico”, Saer siempre fue reacio a practicar ese mismo acuerdo y, para que no haya malentendidos, dejó bien en claro qué le era –o qué pensaba él que le era– antagónico.
Cómo hay que decirlo, qué es lo que hay que escribir, cómo debe ser, cuál es, en definitiva, la Verdadera Literatura es el tema central ese libro. Lejos de la variedad de temas y motivos que presenta, por ejemplo, la ensayística borgeana, El concepto de ficción es más bien machacón y su inmutabilidad de sus posturas asombra: “Las cosas que pensaba hace treinta años –escribe en la presentación a una reedición– las sigo pensando ahora.” Y agrega que “el resultado es claro: en treinta años, hay apenas un puñadito de ideas y muchas repeticiones”.
La queja. En sus ensayos, Saer pone en la mira de su furia crítica y teórica muchísimas cosas, personas y situaciones. Una breve lista incluiría los “criterios adocenados de escritura e impresión”, los “subproductos del mercado editorial”, los “malos hábitos de la crítica perezosa”, la novela de género y su “especialización alienante”, Isabel Allende, los materialistas y los marxistas (aunque de estos últimos utilice no poco su vocabulario y las hilachas de su discurso), el “chantaje de la superioridad numérica de las obras más vendidas”, la crítica sociológica, Silvina Bullrich, la ortodoxia estética, las modas literarias y, englobándolo todo, la imperdonable auto-complacencia de la época. ¿Qué época? Ésta, la nuestra, la que vivimos.
El atrincheramiento, frente a ese caudal inconmensurable, es un gesto digno de un romántico del Atheneum: frente al equívoco y el acabado burdo del mundo, debemos seguir los “imperativos internos de la invención artística”. Así, la indignación es constante en sus ensayos, el desprecio aparece disimulado muy pocas veces y cuando uno piensa que va a salir de ese pozo conceptual, Saer vuelve a ser taxativo. Sus reglas para discernir lo bueno de lo malo son contundentes al mismo tiempo que insensibles y vaporosas. En su mejor narrativa, su claridad para ver el mundo y ordenarlo es extremadamente seductora. En sus ensayos, esa misma claridad se transforma en prejuicio y solamente es sólida en la tautología.
¿Qué necesidad tiene el autor de obras tan extraordinarias como Cicatrices o Glosa de reafirmarse, cada vez que puede, en contra de la banalidad? Esa actitud lo pierde. Paradójicamente, muchos de sus ensayos se vuelven superficiales atacando lo efímero, lo perecedero y lo superficial. Y es divertido ver a Saer haciendo esas piruetas retóricas hasta que uno empieza a entender que lo dice en serio.
El demonio mediático. Un caso aparte fue su férrea reacción contra el Realismo Mágico. Los editores europeos negaron sus precisos paisajes argentinos y sus asados homéricos porque esa zona estaba ocupada por el Boom. Saer trajinó, entonces, una larga espera antes de lograr cierto reconocimiento. Cuando los lectores le pedían mujeres que se incendiasen en el amor y curas que levitaran en la selva, el mendocino Antonio Di Bendetto apareció como un reflejo y un doble. De allí que cuando escribe sobre el autor de Zama, provinciano, exiliado y sufridamente secreto, muchas veces se recuerda a sí mismo.
Peores padres incestuosos de ese mercado que engendró al Realismo Mágico fueron los medios de comunicación, la gran Hydra saeriana, su dragón de San Jorge, sus ridículos molinos de viento. Paradigmático en este caso es “La literatura y los nuevos lenguajes”, presente en El concepto de ficción, pero originalmente publicado en América latina en su literatura, un volumen coordinado por César Fernández Moreno. En ensayo es una forzada diatriba contra la relación que mantienen la literatura y los medios masivos de comunicación, contando entre éstos últimos y sin discriminación el cine, la música popular, el music-hall, el teleteatro y el periodismo.
Mientras los medios no cumplen “funciones enriquecedoras” y las intervenciones de los escritores en el cine no son “siempre castas”, la hipótesis central del ensayo es calificarlos como “fuerza de detención”, para lo cual se señalan sus “condicionamientos enajenantes”, y se termina afirmando que, destruyendo la imaginación, aparecen como enemigos mortales de la literatura. La actitud de Saer, entonces, es similar a la madre que le dice al hijo que no mire televisión porque se va a volver tonto. En la otra mano, el escritor santafesino trae sus listas de autores prestigiosos, que surgen regularmente como mojones y no son otra cosa que un pedido de inclusión. Cada vez que puede, Saer recrea el supercanon citando, entre otros, a Kafka, Joyce, Proust, Beckett, Onetti, Macedonio Fernández, Antonio Di Bendetto, Juan L. Ortiz y Borges. Lo hace con amor de aspirante y corrección infantil, conformando en la misma mención de los nombres, una horizonte de lectura a la vez grandilocuente y previsible. Todo se reduce a un deseo, un anhelo: estar con los buenos, con los prestigiosos, con los que saltaron más allá de lo cotidiano para ingresar en la Historia.
El antidemócrata. La negación de la vulgaridad como un elemento literario y la condena de los instintos narrativos más básicos hacen de Saer un escritor antidemocrático. Pero eso no sería nada –existieron buenos, muy buenos y excelentes escritores directamente fascistas– si no se metiera con el deseo de las mayorías. Saer identifica la basura televisiva con los espectadores. Y aunque es obvio que desea el favor de la masa, consciente de su poder transformador, también le teme. El momento más alto de su rechazo es cuando afirma que “la ideología del placer es el fundamento de la cultura de masas” y la literatura es irreconciliable con esto porque su rasgo esencial “es el de ser una actividad trágica”.
En sus divagaciones termina condenando a las amas de casa y a los ejecutivos que, en los aeropuertos, leen a Umberto Eco. Si no es en la cocina y en los aviones, ¿dónde está la Verdadera Literatura? ¿En un muelle, en una biblioteca de provincia, en el subte, en un bote, en el recodo oculto de un río estático o caudaloso? ¿Cuál es la profesión ideal para leer? ¿Obrero, comerciante, crítico de cine, terrateniente, profesor universitario? La masa lectora, su ausencia o su presencia, pero sobre todo sus gustos, siempre fue un problema para Saer.
Optando por un elitismo simple y progresista, usaba la palabra “democratismo” que le permite despreciar a la democracia sin nombrarla. Menos ambiguos y sofisticados que su obra narrativa, sus ensayos aparecen ligados a la denuncia, pero de forma alucinada. En Trabajos, compara, por ejemplo, la posmodernidad con el nazismo y el estalinismo.
Hoy que empezamos a abandonar los idealismos idiotas de las décadas más sangrientas de la historia moderna argentina, la militancia estética no puede repetir viejas ortodoxias, cerradas y represivas. Encapsular el deseo, motor principal de la escritura y la lectura, implica una pérdida. A un año de su muerte queda la fuerza innegable de su ficción y una certeza: Leeremos a Saer, pero no a la luz de sus ideas y acataremos, por una sola vez su mandato inconmovible, el que cierra “Notas sobre el Nouveau Roman” de 1972: el deber de juzgar a los narradores por sus narraciones y no por sus ideas porque es posible, después de todo, escribir buenas historias aun sustentando teorías erradas.
Lo propio y lo antagónico. Sin discriminar los cuentos y relatos que siempre se movieron como hermanos menores en su obra, las novelas de Saer son generosos ejercicios de estilo donde la artesanía del lenguaje nunca complica la potencia narrativa ni los minuciosos recorridos de las tramas. Si bien sus últimos títulos no alcanzaron el nivel de densidad de sus obras más importantes, el regalo póstumo de La Grande, una novela inconclusa pero de perfecta legibilidad, lo devuelven al centro de la atención lectora. ¿Nos animaremos a admitir que Saer usó el snobismo de los porteños que reniegan de Buenos Aires para construir un espacio indefinido y mítico en el litoral argentino? ¿Sabremos admirar cómo sus textos ficcionales despliegan una manera pícara y zumbona de pararse frente al campo intelectual, mojándole la oreja al ritmo de una historia que se cuenta con maestría inaudita?
Pese la reciente edición de Trabajos y desviando El río sin orillas a la sección de híbridos donde memorias y ensayo se anudan de forma indisoluble, su libro de reflexión fundamental es El concepto de ficción. Con prosa frontal, Saer teoriza y marca. Su retrato del viajero francés Alfred Ebelot, su simple pero significativa evocación de Roberto Arlt o la presentación que escribió para los Viajes de Sarmiento son textos que reflejan la seguridad del novelista experimentado y la alegría del lector agradecido. Ahora bien, si de Sarmiento reconoce que su literatura nace de una “hospitalidad a lo antagónico”, Saer siempre fue reacio a practicar ese mismo acuerdo y, para que no haya malentendidos, dejó bien en claro qué le era –o qué pensaba él que le era– antagónico.
Cómo hay que decirlo, qué es lo que hay que escribir, cómo debe ser, cuál es, en definitiva, la Verdadera Literatura es el tema central ese libro. Lejos de la variedad de temas y motivos que presenta, por ejemplo, la ensayística borgeana, El concepto de ficción es más bien machacón y su inmutabilidad de sus posturas asombra: “Las cosas que pensaba hace treinta años –escribe en la presentación a una reedición– las sigo pensando ahora.” Y agrega que “el resultado es claro: en treinta años, hay apenas un puñadito de ideas y muchas repeticiones”.
La queja. En sus ensayos, Saer pone en la mira de su furia crítica y teórica muchísimas cosas, personas y situaciones. Una breve lista incluiría los “criterios adocenados de escritura e impresión”, los “subproductos del mercado editorial”, los “malos hábitos de la crítica perezosa”, la novela de género y su “especialización alienante”, Isabel Allende, los materialistas y los marxistas (aunque de estos últimos utilice no poco su vocabulario y las hilachas de su discurso), el “chantaje de la superioridad numérica de las obras más vendidas”, la crítica sociológica, Silvina Bullrich, la ortodoxia estética, las modas literarias y, englobándolo todo, la imperdonable auto-complacencia de la época. ¿Qué época? Ésta, la nuestra, la que vivimos.
El atrincheramiento, frente a ese caudal inconmensurable, es un gesto digno de un romántico del Atheneum: frente al equívoco y el acabado burdo del mundo, debemos seguir los “imperativos internos de la invención artística”. Así, la indignación es constante en sus ensayos, el desprecio aparece disimulado muy pocas veces y cuando uno piensa que va a salir de ese pozo conceptual, Saer vuelve a ser taxativo. Sus reglas para discernir lo bueno de lo malo son contundentes al mismo tiempo que insensibles y vaporosas. En su mejor narrativa, su claridad para ver el mundo y ordenarlo es extremadamente seductora. En sus ensayos, esa misma claridad se transforma en prejuicio y solamente es sólida en la tautología.
¿Qué necesidad tiene el autor de obras tan extraordinarias como Cicatrices o Glosa de reafirmarse, cada vez que puede, en contra de la banalidad? Esa actitud lo pierde. Paradójicamente, muchos de sus ensayos se vuelven superficiales atacando lo efímero, lo perecedero y lo superficial. Y es divertido ver a Saer haciendo esas piruetas retóricas hasta que uno empieza a entender que lo dice en serio.
El demonio mediático. Un caso aparte fue su férrea reacción contra el Realismo Mágico. Los editores europeos negaron sus precisos paisajes argentinos y sus asados homéricos porque esa zona estaba ocupada por el Boom. Saer trajinó, entonces, una larga espera antes de lograr cierto reconocimiento. Cuando los lectores le pedían mujeres que se incendiasen en el amor y curas que levitaran en la selva, el mendocino Antonio Di Bendetto apareció como un reflejo y un doble. De allí que cuando escribe sobre el autor de Zama, provinciano, exiliado y sufridamente secreto, muchas veces se recuerda a sí mismo.
Peores padres incestuosos de ese mercado que engendró al Realismo Mágico fueron los medios de comunicación, la gran Hydra saeriana, su dragón de San Jorge, sus ridículos molinos de viento. Paradigmático en este caso es “La literatura y los nuevos lenguajes”, presente en El concepto de ficción, pero originalmente publicado en América latina en su literatura, un volumen coordinado por César Fernández Moreno. En ensayo es una forzada diatriba contra la relación que mantienen la literatura y los medios masivos de comunicación, contando entre éstos últimos y sin discriminación el cine, la música popular, el music-hall, el teleteatro y el periodismo.
Mientras los medios no cumplen “funciones enriquecedoras” y las intervenciones de los escritores en el cine no son “siempre castas”, la hipótesis central del ensayo es calificarlos como “fuerza de detención”, para lo cual se señalan sus “condicionamientos enajenantes”, y se termina afirmando que, destruyendo la imaginación, aparecen como enemigos mortales de la literatura. La actitud de Saer, entonces, es similar a la madre que le dice al hijo que no mire televisión porque se va a volver tonto. En la otra mano, el escritor santafesino trae sus listas de autores prestigiosos, que surgen regularmente como mojones y no son otra cosa que un pedido de inclusión. Cada vez que puede, Saer recrea el supercanon citando, entre otros, a Kafka, Joyce, Proust, Beckett, Onetti, Macedonio Fernández, Antonio Di Bendetto, Juan L. Ortiz y Borges. Lo hace con amor de aspirante y corrección infantil, conformando en la misma mención de los nombres, una horizonte de lectura a la vez grandilocuente y previsible. Todo se reduce a un deseo, un anhelo: estar con los buenos, con los prestigiosos, con los que saltaron más allá de lo cotidiano para ingresar en la Historia.
El antidemócrata. La negación de la vulgaridad como un elemento literario y la condena de los instintos narrativos más básicos hacen de Saer un escritor antidemocrático. Pero eso no sería nada –existieron buenos, muy buenos y excelentes escritores directamente fascistas– si no se metiera con el deseo de las mayorías. Saer identifica la basura televisiva con los espectadores. Y aunque es obvio que desea el favor de la masa, consciente de su poder transformador, también le teme. El momento más alto de su rechazo es cuando afirma que “la ideología del placer es el fundamento de la cultura de masas” y la literatura es irreconciliable con esto porque su rasgo esencial “es el de ser una actividad trágica”.
En sus divagaciones termina condenando a las amas de casa y a los ejecutivos que, en los aeropuertos, leen a Umberto Eco. Si no es en la cocina y en los aviones, ¿dónde está la Verdadera Literatura? ¿En un muelle, en una biblioteca de provincia, en el subte, en un bote, en el recodo oculto de un río estático o caudaloso? ¿Cuál es la profesión ideal para leer? ¿Obrero, comerciante, crítico de cine, terrateniente, profesor universitario? La masa lectora, su ausencia o su presencia, pero sobre todo sus gustos, siempre fue un problema para Saer.
Optando por un elitismo simple y progresista, usaba la palabra “democratismo” que le permite despreciar a la democracia sin nombrarla. Menos ambiguos y sofisticados que su obra narrativa, sus ensayos aparecen ligados a la denuncia, pero de forma alucinada. En Trabajos, compara, por ejemplo, la posmodernidad con el nazismo y el estalinismo.
Hoy que empezamos a abandonar los idealismos idiotas de las décadas más sangrientas de la historia moderna argentina, la militancia estética no puede repetir viejas ortodoxias, cerradas y represivas. Encapsular el deseo, motor principal de la escritura y la lectura, implica una pérdida. A un año de su muerte queda la fuerza innegable de su ficción y una certeza: Leeremos a Saer, pero no a la luz de sus ideas y acataremos, por una sola vez su mandato inconmovible, el que cierra “Notas sobre el Nouveau Roman” de 1972: el deber de juzgar a los narradores por sus narraciones y no por sus ideas porque es posible, después de todo, escribir buenas historias aun sustentando teorías erradas.
4 Comments:
SOLO UN SALUDO MUY CORDIAL ANTE PAGINA TAN PROMETEDORA PERO TAN INAPRENSIBLE
SAUDE E APERTAS
K.
Y UNA VENTANITA AL ALETEO DE LOS FRUTOS Y SUS FLORES:
http://lasfloresencarnadas.blogspot.com
Muy buen artículo.
¿"escritor antidemocrático"? ¿Lo qué?
Genial el artículo, terra. Pero yo no dividiría tan tajantemente la teoría de la praxis: Saer es un escritor teórico, y leyéndolo se nota bien que la narración (la historia) es una excusa para un experimento formal. Por otro lado, es la misma teoría la que nos permite leerlo dentro de la tradición del matadero, etc, esa frase suya tan elitista acerca de la literatura argentina como una literatura de la violencia, de la carne. En fin, boludeces. L. Lambertains.
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