Huyamos al bosque
“Irse al bosque, emboscarse –lo que detrás de esas expresiones se esconde no es una actividad idílica.” Así empieza La emboscadura – en alemán, Der Waldgang– de Ernest Jünger, un ensayo de prosa cristalina, practicidad ermitaña y espiritualidad secular. Ligeramente místico y, como todo libro de reafirmación laico, un poco nazi, La embocadura se escribe bajo el efecto del Walden de Thoreau, retomando la línea Nietzsche-Heiddeger. De allí que lo mejor de la imaginería vitalista de Deleuze y Guattari ya esté ahí. Pero Jünger no es un filósofo, es un novelista político que escribe ensayos y eso se nota.
El “waldgänger” es un personaje conocido: el tipo que vive de su fuerza inmerso en la rusticidad tonificadora del bosque. Jünger condensa el concepto hasta reducirlo a sus parámetros esenciales y, en su versión, el bosque es el exterior y el emboscado puede ser un perfecto nómade inmóvil. Aunque conlleva riesgos que Jünger no esconde, en su decisión de soledad, la lección del emboscado sirve, entre otras cosas, para pensar la reclusión que impone cualquier empresa intelectual o física. Sus dos cualidades básicas son no permitirle a “ningún poder, por muy superior que sea, que le prescriba la ley, ni por la propaganda ni por la violencia” y mantener abierto “el acceso a unos poderes superiores a los temporales”.
El libro esta lleno de definiciones: “La emboscadura no contradice a la evolución –escribe Jünger–, sino que introduce libertad en ella mediante la decisión de la persona singular”. La traducción de Andrés Sánchez Pascual que hizo circular Tusquets hace unos años es impecable y hoy La emboscadura es un elegante manual de anarcoindividualismo. Escrito en 1951, seguramente su lectura –y ese tan particular llamado a la resistencia– fue diferente en el momento de publicación, cuando Alemania venía de ser derrotada, la ocupación aliada construía la bases de la división con la Unión Soviética y el mundo se preparaba para la guerra fría.
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