el eje del mal
A própósito de Florida-Boedo, una antología crítica de Gabriela Garcia Cedro.
¿Quién se toma en serio las taxonomías literarias? Y al mismo tiempo, ¿qué tenemos, más allá de los libros, que no sean taxonomías? Después de todo, el embalsamador también puede trabajar con arte y buen gusto. Como en una torta alucinada, cada porción de Boedo y Florida, una antología crítica refleja una parte vital o prescindible de la historia intelectual argentina. Compuesta de una larga serie de fragmentos y géneros varios –ensayo, teatro, poesía y narrativa– la existencia de este libro, entre ilustrativo y sorprendente, invita a revisar algunas coyunturas ya clásicas.
Aunque el sintético prólogo de Gabriela García Cedro cumple holgadamente su función introductoria, lo de “antología crítica” es una formalidad que cristaliza apenas en sucintas reseñas biográficas de cada autor. El recorte, sin embargo, proponiendo una plataforma de lanzamiento con “mayores” y una interesante “zona intermedia”, ya implica una mirada más productiva y menos estructurada.
El eje, con pinzas. Si la geografía existe –con mudanzas, infiltrados y desplazamientos–, en ningún caso, Boedo y Florida llegan formar una dicotomía al estilo de Guelfos y Gibelinos, capaces de cortarse narices y orejas a cuchillazos. Tanto el Boedo de la pedagogía y la denuncia como el Florida de los oropeles refinados, convivían dentro del granero del mundo cuyas mieses el radicalismo clásico había intentado repartir con cierto éxito.
Y ya en la década del 20, Roberto Mariani se dio cuenta de que el eje atendía a “razones de espacio y de comodidad explicativa”. Pese a esto, no sobra señalar que las generalizaciones, la comodidad y sus malentendidos también generan sentido. Aplicando este procedimiento a los nombres de la antología podríamos concluir los siguientes epítetos: entre los mayores están Lugones, la bestia negra, Güiraldes, la bisagra generacional y Galvez, sujeto de epitafios y maestro del realismo; entre los de Boedo, Barletta, pedagogo del proletariado, Álvaro Yunque, el soviético y la larva Castelnuovo; entre los de Florida, Borges, el ultraista, Girondo, el impresionista y Marechal, el católico nacionalista, y finalmente los de la tan jugosa como difusa zona intermedia serían Roberto Arlt, el heterodoxo y Olivari el geógrafo porteño, entre otros que mantenían siempre abierto el libro de pases.
Afuera queda una zona anterior y sesgada, que presiona pero no entra en este escenario de los veinte. Si ellos aparecen lo hacen desde atrás, como parte del decorado, o en un cameo difícil de recuperar. Son los periodistas que, promiscuos laburantes, la vienen remando desde Caras y Caretas, colaborando a veces en La Nación, y alimentando publicaciones de soporte barato como La Novela Semanal o La Novela Universitaria. Escribían ahí sin el capital simbólico de Florida, ni la intenciones políticas de Boedo. Lo suyo era pedalear, recostados contra el horario de cierre.
El único compilado en la antología es Last Reason, seudónimo de Máximo Saénz, un uruguayo que firmaba crónicas de turf llenas de sorna. Afuera quedan el cronista estrella Juan José de Soiza Reilly y el folletinista Marcelo Peyret, hoy punta apenas visible de un iceberg que espera sus aventuras críticas.
La mirada diacrónica. Florida no triunfó ni en el mercado ni en la academia, pese a la fama superficial de sus cuadros dilectos. La tensión entre el norte y el sur sigue en pie. Y la estructura bipolar continua generando versiones críticas. El muy comentado líbelo Literatura de Izquierda de Damián Tabarovsky o Prosas de Estado y estado de la prosa, un poco feliz artículo de Marcelo Cohen que fija infraliteraturas y supraliteraturas de forma incompleta y prejuiciosa –no hay otra– retoman esta discusión. Tanto ayer como hoy, rastrear dicotomías es simple, elaborar o incluso destilar conceptos políticos o estéticos es mucho más complejo y nada garantiza que gustos personales, desconocimientos y otras arbitrariedades no terminen definiendo el asunto.
Si a fines de los 90, la editorial Siesta fue digna receptora del lúdico legado de Florida, y Heloisa Cartonera retomó el miserabilismo y la gestión social de los Boedo –Belleza y felicidad funcionó como un pliegue ambiguo–, los vasos comunicantes, las economías internas y el sofisticado sistema de deudas y favores se presentan mucho más enmarañados y ricos que una simple división de trincheras, donde por otra parte, nunca sonó ningún tiro importante.
Florida es una calle de nombre liviano, hoy en manos de vendedores de cuero y gente que cambia dólares a los turistas. Boedo es un barrio con una mística especial donde no se dejan los autos abiertos en la calle pero que se puede recorrer a pie de noche. Para dudosas dicotomías, nada mejor que la tradición argentina. “La vieja lucha entre civilización y barbarie no ha terminado para nosotros” escribió, en 1909, Ricardo Rojas. El conflicto Florida-Boedo, por su parte, lejos de estar cerrado, sobrevuela a los escritores argentinos en un permanente amague de comienzo, renovándose en los gesto, las acusaciones, los libros y las lecturas que hacen al folklore literario local.
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