Confirmando el canon nacional
Sobre Breve historia de la literatura argentina
de Martín Prieto, Taurus, $45.
Breve historia de la literatura argentina es un libro sólido, cuya probidad está fuera de toda duda. Recuperando las virtudes del manual y casi ninguno de sus defectos, Martín Prieto decide no detenerse en los casos y el resultado es una síntesis ágil, completa y elegante. Las decisiones a tomar para ensamblar esta historia, breve pero ambiciosa, eran, evidentemente, muchas y complicadas. Sin embargo, la simplicidad como herramienta beneficia al lector. Y la bibliografía con la que trabaja Prieto, más que actualizada, es actual; sin juicios apresurados, lo mejor de la crítica de este momento. Así, los quince capítulos del libro, que tienen de glosa, se vuelven ensayo.
Y si las ideas del teórico Harold Bloom y su terminología funcionan al interior de las relaciones establecidas, sólo emergen en contados casos –uno de los ejemplo más claro es cuando se examina la obra de Juan José Saer–, el autor sabe reeditar y capitalizar lecturas ajenas. Desprovista de arrebatos, Breve historia de la literatura argentina es un libro equilibrado, orgánico, laborioso. Y aunque Prieto tiene una deuda permanente con los recorridos académicos, no es sordo ni cae en sectarismos. Por ejemplo, puede armar la relación Borges-César Aira, usando de enlace la obra escrita en italiano, pero decididamente argentina, de Rodolfo Wilcock, o también echar mano al primer y único número de la revista Los raros, dirigida por un tal Bartolomé Galíndez, para hablar de la irrupción del ultraísmo –y por lo tanto, de las vanguardias– en la Argentina.
Catálogo de aciertos. La opción de no empezar con la Generación del 37 y abrir con partes tituladas “Las crónicas escritas sobre el territorio que más de tres siglos ocupará la República Argentina” o “Hambruna y antropofagia en Buenos Aires”, es excelente, aunque éstas lleven el número de capítulo menos uno, el cero este dedicado a los tímidos y desviados efectos del clasicismo y el capítulo 1, a los esbozos iniciales de la gauchesca. Ya avanzado el siglo XIX, el proceso de apropiación y uso de la frase más famosa de Sarmiento (“las ideas no se matan” y sus derivaciones) está muy bien descripto. Mientras el retrato general pero atento de Mansilla y su obra y la lectura de Lugones, presentado al mismo tiempo como una figura central y epigonal, son llamativos por su precisión. Entrando al siglo XX, los nombres no dan sorpresas. Borges y Arlt determinan pertenencias y definen escrituras. Las revistas Nosotros, Martín Fierro, Claridad, Contorno, Sur, Punto de vista, El ojo mocho son citadas como núcleos organizadores.
La última parte del libro elige abordar la década del setenta de la mano de Ricardo Zelarayán. Su señera frase “No hay propiedad privada en el lenguaje, es literatura aquello que un pueblo quiere gozar y producir como literatura” funciona como motor del capítulo. Y sobre el final, la breve pero atinada lectura del poema Cadáveres de Nestor Perlongher es convincente y sirve de acercamiento general a la poesía de ese momento.
El proyecto. Todo proyecto de esta envergadura – el recorrido completo abarca en un tomo más de dos siglo de actividad intelectual– implica el riesgo de error en los detalles. Pero incluso en lo más fino, Prieto resulta atento. Uno puede discutir si Roberto J. Payró fue el mejor exponente de la picaresca argentina y Juan José de Soiza Reilly, citado correctamente en el glosario final, aparece mal escrito (“Souza Reilly”) al final del cuarto capítulo. Pero eso parece ser lo único. El libro, impecable, no presenta descuidos.
Por eso llama tanto la atención que Prieto lea la obra de Manuel Puig como encerrada en sí misma, sin antecedentes ni proyección. El mundo de sus novelas, dice, “se vuelve anacrónico o violentamente paródico”. Quizás esto se deba a que su historia llega hasta la década del 80, con algún zarpazo perdido que roza el 2000. De hecho, no se podría avanzar más allá de donde se termina el libro sin evaluar el alcance del autor de Boquitas Pintadas en las nuevas generaciones de narradores. No hace falta ser heterodoxo para comprender que del encuentro de saberes surge valor. Quizás sea menos fácil admitir que la originalidad es una característica muy sobrevaluada. Por otra parte, es ajena al género.
Y Prieto sabe narrar, los capítulos de su historia están bien armados y bien montados en una sólida trama general y sus personajes, los escritores argentinos, son excepcionales. El final del libro es enigmático y abrupto. Una lista de poetas mujeres son señaladas como las herederas de las primeras poetas que exploraron el enunciado femenino. Nada más. Esto podría ser visto como una falta de tacto, pero mejor es leerlo como un gesto que reenvía al lector a esa parte de la literatura argentina que se está escribiendo en este momento.
(Publicado en Cultura de Perfil)
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