Monday, February 05, 2007

la música de tus imágenes



En su primer viaje a París, cuando tenía seis años, le preguntaron a Victoria Ocampo qué quería y ella pidió un anillo de Cartier. Como le dijeron que no, lo reemplazó por una fotografía, grande, de la Place de la Concorde. Años después confesó que si de chica la llevaban a sacarse fotos, de grande iba sola.
Victoria Ocampo en fotografías es un libro intenso. Sara Facio hizo un meticuloso trabajo de archivo y seleccionó citas precisas para acompañar las imágenes. El resultado es atractivo. Primero, porque el placer de mirar fotos viejas, aunque sean ajenas o porque son ajenas, es irresistible. Segundo, porque la vida de Victoria Ocampo es un enigma complejo, lleno de mitos, reuniones y desencuentros.
Como las familias felices, todas las fotos de infancia se parecen: muchos sombreros, las botas del Tata Ocampo, la quinta de San Isidro y Victoria imitando a Sarah Bernard. Pero, en 1909, Escocia surge imprevisible. El viaje es familiar pero las imágenes son con un tío. El paisaje recuerda el primer romanticismo. En el cementerio de una catedral que puede estar en ruinas, los viajeros caminan entre lápidas. Victoria lleva la cabeza envuelta con un pañuelo y los pómulos se le marcan en la cara. El tío es un excéntrico: capote, sombrero, bigote y paraguas. Un poderoso y rústico Virgilio, con flor en el ojal y anteojos de marco redondo. Cuatro años más tarde, en Montmartre, ella posa disfrazada con turbante para el Estudio Reutlinger.

Vida intelectual. En 1918, la cámara encuentra a Victoria en Mar del Plata con un amante. A principios de la década del 20 Man Ray la retrata como un objeto, pálida, los labios bien delineados. Entre el 25 y el 26, Victoria participa de una puesta del Perséphone de Strawinsky. En 1936, posa con el compositor, recostados sobre el tronco de un eucalipto en Villa Ocampo pero su carrera de actriz termina antes de haber empezado por presiones familiares.
En 1931 había nacido Sur en la casa de la calle Rufino de Elizalde en Palermo Chico.En la primera foto, Sur se refleja a espaldas de Gómez de la Serna. Es un grupo feliz flotando en las paredes blancas del departamento de la Ocampo que tenía “hambre de paredes blancas y vacías”. En una escalera, sonríen Oliverio Girondo, Pedro Enriquez Hureña, Enrique Bulrich, entre otros. Borges posa con un cigarillo, tiene treinta y dos y su mirada no es ni inteligente ni erudita.
Los únicos que no miran a cámara son Ernest Ansermet y Victoria. Ansermet aparece desde atrás, cortado por el borde de la escalera, casi espiando a María Rosa Oliver que se acomoda en el primer escalón, sonriendo. La Ocampo, de perfil, en la otra punta y atrás de Norah Borges, contempla al grupo, con el embeleso y la satisfacción de quién admira una biblioteca.
En 1934 viaja a Europa con Eduardo Mallea -los dos cruzados de piernas esperan sentados en un banco de piedra- y Mussolini la recibe en el Palazzo Venezia. Ya está lista para enfrentar el peronismo y no lo sabe. Su retrato más famoso, donde posa en colores con la mano izquierda en la frente, es de Gisèle Freund, la misma que fotografiaría la intimidad de Eva Perón.Se dice que Sergei Eisenstein fue rescatado por la Ocampo de su desastre mexicano. En 1943, lo conoce en el East River de Nueva York, y su fotógrafo –¿Eduard Tisse? ¿Gabriel Figueroa?– le saca en una cantidad de películas que le son prometidas y nunca le llegan. En extraña empatía con su protagonista, Victoria Ocampo en fotografías no reproduce tomas entre 1943 y 1957, salvo por la instantánea en una esquina de París, fechada en octubre de 1946. Arriba se lee, otra vez, “Place de la Concorde”.
La última. El lugar común dicta que cada imagen tiene su historia. No hay muchas sonrisas en las historias de Victoria Ocampo; sí humor frío, compromiso, las pequeñas tragedias de la clase alta. En 1962, Borges ya tiene su bastón y la mirada perdida. Ella lo sostiene con la mano izquierda y se para adelante de Bioy. El traje cruzado de Enrique Pezzoni y el tanguero peinado a la gomina de Héctor Murena son los únicos rasgos de juventud presentes. Es 1961 y Sur festeja sus treinta años. Después, Victoria aparece en su biblioteca, la mirada irascible, aferrada a su abrigo de piel y tocándose el cuello. Las cosas cambiaron y la cámara empieza a ser una amenaza: “La belleza es un frágil privilegio” comenta.
Victoria Ocampo en fotografías encuentra una resonancia literaria en las diferencias que Victoria mantenía con su hermana Silvina y sus cuentos fantásticos. Las fotos la ligan a los nombres propios, a las firmas y a los lugares reales. Sus géneros fueron los géneros de la fotografía, el ensayo y la crónica, incluso la confesión. Si tuvo que optar, prefirió siempre la seriedad del registro antes que la imaginación.
En la última foto del libro –que no es la última, en realidad, porque sobre el final aparece una anciana con un perrito sacada de un cuento de Cheever– la mirada es fría y dura, pero dice más. Dice que es posible sacar fuerza del dolor de la existencia. Es la mirada de una escritora intensa que quería actuar y se tuvo que conformar con ser la mecenas argentina más importante del siglo XX.

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