Diario de la mudanza (VIII)
Cuando la Operación Barbarroja fracasó, el ejército alemán en la URRS se atrincheró para pasar el invierno. Con la primavera, se rediseñaron las prioridades. Esta vez fue la Operación Azul. Al primer avance le pusieron Barbarroja por un conquistador alemán, no por el pirata. A la Operación Azul le querían poner Sigfrido pero Hitler dijo que no. La cosa no venía tan fácil como para la épica. Al parecer todos los historiadores concuerdan en que el destino de Stalingrado quedó sin definir.
La toma de la ciudad fue algo crudo y difícil. Era el Sexto Ejército Alemán, al mando del General Paulus, contra el 62º Ejército Soviético comandado por Chuikov. En septiembre Hitler le preguntó a Paulus cuánto tiempo le iba a llevar tomar la ciudad. “Diez días de lucha y dos semanas más para terminar la limpieza” dijo. Pese a la superioridad numérica de dos a uno, los soviéticos resistieron casi un mes y la ciudad nunca llegó a estar en completo control alemán. Las tropas eran aprovisionadas con lanchas que cruzaban el Volga y resistían en refugios subterráneos. Se volvió al modus operandi de la primera guerra. La impersonal guerra de los blindados quedó atrás.
Los soldados se veían la cara. Se luchaba con armas cortas, con bayonetas, con navajas. Se peleaba por un edificio, una casa, un sótano, un metro de pared. Se usaron granadas de mano para despejar escaleras y habitaciones, lanzallamas para la alcantarillas y zapadores para derribar edificios. En los techos había francotiradores. Los alemanes la apodaron Rattenkriegen, “la guerra de ratas”. El Ejército Rojo rápidamente reorganizó sus fuerzas en pequeñas brigadas de ocho hombres que podía avanzar colgadas de los T-34 y saltar a las ruinas para reagruparse. Los soviéticos eran mejores que la infantería alemana en el desolado terreno urbano de Stalingrado. Se escondían mejor, sabían esperar entre los escombros, aparecían por la retaguardia armados con grandas. Era la academia de lucha callejera de Stalingrado. Los tanques se averiaban, no pasaban por las calles angostas, y entonces Iván los hacía saltar por el aire con un lanzacohetes. “Ivan” era el génerico para el soldado raso soviético. “No creas que Ivan está muerto porque le volaste las piernas y le rompiste el cráneo–decía un sargento alemán–, si tiene un arma, cuando empieces caminar, te va a disparar por la espalda”.
Ivan era el oso ruso. Eran cientos de miles de soldados no sólo rusos, sino de todas las repúblicas socialistas. Gente de los Montes Urales, campesinos de Katastan, zapateros y obreros de Ucrania. ¿Por qué eran tan duros? Algunos peleaban por su patria, otros por sus familias. La propaganda en Moscú decía que gritaban “¡Por Stalin!” cuando cargaban pero es mentira. En mi libro hay unos versos de Yuri Belash, un poeta soldado: “Para ser franco sobre esto/ en las trincheras en lo último que pensábamos/ era en Stalin”. Dios te bendiga, Yuri Belash, por ser poeta, por ser soldado y por decir algo que suena a verdad.
La toma de la ciudad fue algo crudo y difícil. Era el Sexto Ejército Alemán, al mando del General Paulus, contra el 62º Ejército Soviético comandado por Chuikov. En septiembre Hitler le preguntó a Paulus cuánto tiempo le iba a llevar tomar la ciudad. “Diez días de lucha y dos semanas más para terminar la limpieza” dijo. Pese a la superioridad numérica de dos a uno, los soviéticos resistieron casi un mes y la ciudad nunca llegó a estar en completo control alemán. Las tropas eran aprovisionadas con lanchas que cruzaban el Volga y resistían en refugios subterráneos. Se volvió al modus operandi de la primera guerra. La impersonal guerra de los blindados quedó atrás.
Los soldados se veían la cara. Se luchaba con armas cortas, con bayonetas, con navajas. Se peleaba por un edificio, una casa, un sótano, un metro de pared. Se usaron granadas de mano para despejar escaleras y habitaciones, lanzallamas para la alcantarillas y zapadores para derribar edificios. En los techos había francotiradores. Los alemanes la apodaron Rattenkriegen, “la guerra de ratas”. El Ejército Rojo rápidamente reorganizó sus fuerzas en pequeñas brigadas de ocho hombres que podía avanzar colgadas de los T-34 y saltar a las ruinas para reagruparse. Los soviéticos eran mejores que la infantería alemana en el desolado terreno urbano de Stalingrado. Se escondían mejor, sabían esperar entre los escombros, aparecían por la retaguardia armados con grandas. Era la academia de lucha callejera de Stalingrado. Los tanques se averiaban, no pasaban por las calles angostas, y entonces Iván los hacía saltar por el aire con un lanzacohetes. “Ivan” era el génerico para el soldado raso soviético. “No creas que Ivan está muerto porque le volaste las piernas y le rompiste el cráneo–decía un sargento alemán–, si tiene un arma, cuando empieces caminar, te va a disparar por la espalda”.
Ivan era el oso ruso. Eran cientos de miles de soldados no sólo rusos, sino de todas las repúblicas socialistas. Gente de los Montes Urales, campesinos de Katastan, zapateros y obreros de Ucrania. ¿Por qué eran tan duros? Algunos peleaban por su patria, otros por sus familias. La propaganda en Moscú decía que gritaban “¡Por Stalin!” cuando cargaban pero es mentira. En mi libro hay unos versos de Yuri Belash, un poeta soldado: “Para ser franco sobre esto/ en las trincheras en lo último que pensábamos/ era en Stalin”. Dios te bendiga, Yuri Belash, por ser poeta, por ser soldado y por decir algo que suena a verdad.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home