Diario de la mudanza (VI)
Ayer hicimos la mudanza. Mis suegros nos prestaron el auto. No para la mudanza. Para eso le pagamos a una pequeña empresa. El auto nos ayudó, nos hizo las cosas más fáciles. En un primero viaje, llevamos al gato. Estaba asustado. La jaula que iba sobre las piernas de Celia.
— Salió tres veces. La primera vez para que lo vacunaran, después para que le limpiaran los dientes y la última cuando lo castraron.
La tarde estaba nublada y el auto andaba bien. No había mucho tráfico. El semáforo dio el rojo y paré.
— Si te sacan del mundo para, primero, clavarte una aguja, segundo, mandarte al dentista y, tercero, para castrarte, la cuarta vez yo también estaría asustado.
— Parece una abducción extraterrestre.
El gato nos miraba entre las rejas de plástico de la caja y maullaba. Le dije a Celia que íbamos a extrañar el departamento. Me dijo que sí.
— Siempre tendremos Córdoba —agregó.
Cuando volvimos para ayudar a cargar el camión, un mujer nos preguntó en la puerta del edificio si nos mudábamos. Celia le dijo que sí.
— Vos no hagas fuerza, querida— dijo y le tocó panza.
Había canastos llenos de ropa en la vereda, cajas de cartón con los libros, la computadora, el lavarropas, una cantidad increible de porquerías. No hacía falta que nadie les dijera nada. Los tipos de la mudadora eran serios y trabajan bien.
— Cuidado con el lustre de esa mesa— me dijo uno.
Era el escritorio de Celia. Nos sorprendió.
— Prefiero tener que pegarle a mi mujer antes que rayar ese lustre.
“Bueno, nadie puede decir que son descuidados” pensé.
Las cosas llegaron bien. Pero el gato no sea adaptaba. Se había escondido en el baño, atrás del inodoro. No me gusta el caos, las cosas fuera de lugar, la ropa tirada en la cama. No encuentro mi almohada. Las almohadas son algo muy importante. Desde el hombre más rico del mundo al más mísero, todos apoyamos la cabeza en alguna parte cuando nos vamos a dormir. Pero mi almohada no aparece.
La gente de la mudanza se fue y nos quedamos solos y entonces se cortó la luz. Algo hizo corto y de repente estábamos a oscuras. Celia se puso a buscar una velas pero no encontró nada. Así que nos acomodamos en el sillón de tres plazas a esperar que nos viniera el sueño.
— No fue tan duro—dije. Por la ventana entraba la luz gris de la calle.
— Voy a extrañar algunas cosas.
— Supongo que yo también.
Estábamos casandos y hablábamos despacio.
— El tipo dijo que tenías físico para la mudanza.
Celia, riéndose en la oscuridad. Entre las palabras y la risa pasa un siglo, con sus guerras y sus breves momentos de paz.
— Sí, lo escuché—digo yo.
Otro siglo. Otra primera guerra mundial. Otra llegada del hombre a la luna. Otro muro de Berlín que cae y se hace pedazos. Después, le pedí que me rascara la espalda.
— Salió tres veces. La primera vez para que lo vacunaran, después para que le limpiaran los dientes y la última cuando lo castraron.
La tarde estaba nublada y el auto andaba bien. No había mucho tráfico. El semáforo dio el rojo y paré.
— Si te sacan del mundo para, primero, clavarte una aguja, segundo, mandarte al dentista y, tercero, para castrarte, la cuarta vez yo también estaría asustado.
— Parece una abducción extraterrestre.
El gato nos miraba entre las rejas de plástico de la caja y maullaba. Le dije a Celia que íbamos a extrañar el departamento. Me dijo que sí.
— Siempre tendremos Córdoba —agregó.
Cuando volvimos para ayudar a cargar el camión, un mujer nos preguntó en la puerta del edificio si nos mudábamos. Celia le dijo que sí.
— Vos no hagas fuerza, querida— dijo y le tocó panza.
Había canastos llenos de ropa en la vereda, cajas de cartón con los libros, la computadora, el lavarropas, una cantidad increible de porquerías. No hacía falta que nadie les dijera nada. Los tipos de la mudadora eran serios y trabajan bien.
— Cuidado con el lustre de esa mesa— me dijo uno.
Era el escritorio de Celia. Nos sorprendió.
— Prefiero tener que pegarle a mi mujer antes que rayar ese lustre.
“Bueno, nadie puede decir que son descuidados” pensé.
Las cosas llegaron bien. Pero el gato no sea adaptaba. Se había escondido en el baño, atrás del inodoro. No me gusta el caos, las cosas fuera de lugar, la ropa tirada en la cama. No encuentro mi almohada. Las almohadas son algo muy importante. Desde el hombre más rico del mundo al más mísero, todos apoyamos la cabeza en alguna parte cuando nos vamos a dormir. Pero mi almohada no aparece.
La gente de la mudanza se fue y nos quedamos solos y entonces se cortó la luz. Algo hizo corto y de repente estábamos a oscuras. Celia se puso a buscar una velas pero no encontró nada. Así que nos acomodamos en el sillón de tres plazas a esperar que nos viniera el sueño.
— No fue tan duro—dije. Por la ventana entraba la luz gris de la calle.
— Voy a extrañar algunas cosas.
— Supongo que yo también.
Estábamos casandos y hablábamos despacio.
— El tipo dijo que tenías físico para la mudanza.
Celia, riéndose en la oscuridad. Entre las palabras y la risa pasa un siglo, con sus guerras y sus breves momentos de paz.
— Sí, lo escuché—digo yo.
Otro siglo. Otra primera guerra mundial. Otra llegada del hombre a la luna. Otro muro de Berlín que cae y se hace pedazos. Después, le pedí que me rascara la espalda.
2 Comments:
***— Si te sacan del mundo para, primero, clavarte una aguja, segundo, mandarte al dentista y, tercero, para castrarte, la cuarta vez yo también estaría asustado.***
Cualquiera, pobre bicho!! El único que salió bien ahí fuiste vos: terminaron rascándote la espalda...
sos un rematador de pàrrafos profesional
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