Thursday, May 11, 2006

Fragmentos encerrados en sí mismos



La década del ochenta empieza y termina con dos acontecimientos políticos identificables. Entre los estertores de una dictadura militar sangrienta y el fracaso de una entusiasta democracia, el Espacio de arte Castagnino/Roldán plantea la cronología de su muestra retrospectiva Fragmentos de una década –Artistas de los ´80. El recorrido simple y breve se agradece y las obras están expuestas con criterio. Quizás alguien señale alguna ausencia incomprensible y el conjunto sin duda hubiera ganado cohesión sin las tres o cuatro esculturas que se esfuerzan solitarias por llamar la atención, pero la selección es coherente.

Conspicuos, los animales hiperquinéticos de Ana Eckell saturan de color en contraste con los rostros monocromos de Osvaldo Monzo y Juan José Cambre y las formas grises y lacónicas de Juan Lecuona. Una tinta china sin título de Armando Rearte hace fluir un paisaje urbano y Alfredor Prior aporta la cuota de excentricidad en témpera sobre papel. La muestra navega así en una incertidumbre general en cuanto a temas y es homogénea en la poca representación de espacios reconocibles. Sin ser inhóspita, la abstracción, aunque no domina, todavía pesa.

En el eficiente catálogo, Clelia Taricco se extiende sobre los acontecimientos que engloban la década por un lado y sobre los artistas por el otro. “Ser de los ochentas –escribe Taricco– se convirtió prácticamente en una marca, que hoy identifica a quienes comenzaron a actuar en el campo artístico local en los últimos años de la dictadura militar.”

Sin embargo, los puentes entre artistas y época no son claros. Más allá del complejo concepto de transvanguardia, ¿dónde está esa marca más allá de las biografías? ¿Qué une el color a Rafael Bueno con los artefactos en madera de Hernán Dompé? ¿En que coinciden los proto-retratos de líneas claras de Gustavo Marrone con la agresividad de Eduardo Medici?

Vistas en bloque, y pese a estar flanqueados por el final de la dictadura y los latigazos de la hiperinflación, las obras expuestas recuperan el placer del dibujo y las superficies cubiertas, como si, al margen de las tensiones políticas y sociales, los artistas hayan optado por una autonomía despreocupada y sincera.

Y cuando parece que esa autonomía está cerrada en sí misma y nada ata los cuadros ni los artistas a su tiempo, la pata derecha de un dibujo animado arquetípico entra en escena. Con un prolijo acrílico sobre tela y sin título, Rodolfo Azaro la hace surgir de atrás de una muy conceptual esquina amarilla. La violencia de este desembarco es innegable hasta el punto en que, comprometiendo la composición general, una boca caricaturesca con dientes flota ajena al pisotón. Se trata del trabajo más excéntrico e interesante del conjunto.

Muy lejos de todos sus compañeros, Azaro se deja transformar o atisba un movimiento que merece ser retratado. Es el desembarcó de la historieta, la tardía irrupción general de los medios de comunicación, que vienen a signar, no la amorfa y desmembrada década del ochenta, donde estos factores quedarán en maceración, sino la mucho menos conflictuada, abierta y definida década del 90.

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