En su aguafuerte del 11 de diciembre de 1928, Sociedad literaria, artículo de museo, Roberto Arlt se ríe de la fundación de la SADE que acaba de elegir el Museo Mitre como base de operaciones. Lugones era el presidente, el vicepresidente, Horacio Quiroga, y entre una decena de vocales se encontraban Enrique Banchs, Roberto Giusti, Baldomero Fernández Moreno y Borges. Arlt dice que “hay que tener la sensibilidad petrificada para resistir esa atmósfera de museo; olor a humedad y a ataúd de segunda mano”. Y después señala que los miembros de la sociedad son autores de guante blanco, que viven de un prestigio adquirido hace veinte años y “si los han hojeado cien ciudadanos son los hombres más conocidos de la tierra”. “La idea –sospecha Arlt– debe ser de Quiroga, hombre que gasta una barba sefaradí y cierta catadura de falsificador de moneda que espanta.”
En lo referente a Quiroga –los demás es otro tema–, Arlt está lejos de ser exacto. Lo de la barba es cierto –las fotos que se conservan lo prueban– pero la pinta de falsificador es un evidente reflejo del mismo Arlt. Por otra parte, sus guantes, si blancos, conocieron el sudor, el polvo y la sangre. En lo literario, Quiroga fue lo más parecido a un best-seller de calidad que tuvo la Argentina de los años veinte, cargando las dudas en la definición de “best-seller”, porque el narrador manejó siempre ciertos standarts de satisfacción, incluso para sus lectores más exigentes.
Después de un comienzo inestable y modernista con Los arrecifes de coral, Quiroga se dejó moldear por las necesidades y las ventajas de una incipiente pero poderosa industria cultural y eso asentó su estilo y sus ideas. Sus libros de cuentos conocieron un éxito editorial inmediato. A setenta años de su muerte, esos mismos cuentos que aparecieron pagados por cantidad de palabras en las legendarias revistas de la época, enseñados por décadas en escuelas y universidades, gozan todavía de un dulce y agreste perfume salvaje.
Composición de un camalote. Quiroga tuvo, como cuentista, varias características que se volvieron paradigmáticas en el género: la elección de maestros y el trabajo con la fuerza de las influencias, el rechazo por los adjetivos superficiales y la síntesis, el paciente camino de la artesanía a la narración maestra, que el perfecto Decálogo del Perfecto Cuentista rubrica en 1927. No es estrafalario afirmar que cuando dominó los áridos secretos del relato breve, el impulso narrativo también lo dominó a él. En una carta a César Tiempo fechada el 17 de julio de 1934, de cara a la escritura de piezas dramáticas, Quiroga confiesa: “Salvo opinión mejor, creo que no se me puede sacar del cuento. No dejan de ocurrírseme situaciones escénicas; pero las resuelvo contadas”.
No se dice tanto que sus títulos son excelentes y tampoco se recuerda que creó largas listas de enumeraciones y catálogos: basta hojear el índice de Cartas de un cazador y De la vida de nuestros animales para comprobarlo. En “Los pescadores de Vigas” se detalla lo que trae una creciente del Paraná: árboles enteros, arrancados de cuajo y con las raíces negras al aire como pulpos, vacas y mulas muertas, tigres ahogados, monos con flechas clavadas en el cuello, espuma, paja podrida, quizás un hombre degollado, y víboras. Siempre víboras. Aunque en Los catorce millones de víboras del señor Casado, afirma que “las estadísticas más avanzadas conceden apenas dos o tres víboras a cada hectárea de bosque” y que “con más frecuencia sobre el asfalto o el macadam, hallamos, en la trayectoria de nuestro destino un auto, un cable caído, una motocicleta”, es imposible avanzar sobre la prosa de Quiroga y no encontrar una picadura.
Las manos. Aunque entre sus cuentos rurales siempre hay alguna historia urbana, la poética de Quiroga incluye y demanda no ignorar que la lluvia de las crecidas es maciza y blanca, que en la selva subtropical puede hacer un frío horripilante, que siete mil vigas es bastante más que una fortuna y que una frágil canoa de sesenta centímetros de ancho permite forzar el río de sur a norte y de oeste a este. Así, sus conocimientos técnicos –que no son todos modernos– cruzan sus saberes literarios, los condicionan y los potencian. En cada historia hay un dato y en cada dato, una historia. Entre los llamados “cuentos dispersos” se destacan viñetas donde la historia queda latente. Alcanza con afirmar que a las víboras hay que cuerearlas cuando están vivas y que las mandíbulas de la hormiga minera del cuento homónimo tienen forma de cuchillas dentadas.
Ahora bien, esos saberes no son de simple adquisición. Como el uso del machete, “cosa de largo aprendizaje”, para adquirirlos hay que pagar un libra de carne. La palabra quizás sea “incomodidad”. Así, Quiroga cultivó, no como un afeite sino como una convicción, la figura del escritor que se parece a todo menos a un escritor y alimenta esa diferencia y sonríe satisfecho frente al equívoco. Si probó las metáforas fáciles durante su temprana vida de dandy –el escritorio, el traje pulcro, París– pronto las cambió por el remo, la paranoia y el cuchillo. La foto donde aparece embalsamando un pájaro es clara: concentrado, Quiroga levanta el ave de mediano tamaño por las patas. Si hay pose, sabe que es necesaria y efímera y que después lo que queda son las vísceras en el banco de trabajo y un ejemplar más para su pequeña colección.
Existe una fina y compleja relación entre saber construir una canoa o un serpentario y narrar esa construcción. Entonces, no se trata sólo de escribir –viejo mandato– sobre lo que se conoce, se trata ir a provocar la selva o a los comensales de un banquete para poner por escrito su reacción. Las diferentes mudanzas, de Salto a Montevideo, de Buenos Aires al Chaco y a Misiones, parecen parte de ese plan, más o menos premeditado, más o menos inconsciente. Quiroga siempre confió en sus manos antes que en cualquier otra cosa. Fue un permanente extranjero en la patria literaria y sin arrobados misticismos se transformó en bricoleur del lenguaje. Sus cuentos son como relojes antiguos que todavía funcionan abandonados en la selva.
Sobre el terreno. ¿Qué decía el artículo titulado “Sadismo-Masoquismo” publicado en la Revista de Salto, fundada por el mismo Quiroga en 1899? ¿De qué hablaba el autor de Anaconda con Martínez Estrada? ¿Del Facundo y los tipos que define Sarmiento? En una tardía carta del 11 de abril de 1936 le escribe al ensayista: “¿Qué puede ofrecer el desierto a un hombre, si éste no se empeña en sacar de él un paraíso?”. Sí sabemos de qué hablaba con Lugones. En la novelita Los Perseguidos, cuyo título traducido al español actual podría ser Los paranóicos, Lugones es Lugones, Quiroga es Horacio y ambos comparten “una charla amena, como es la que establecen las personas locas”.
Una rara, expresionista y muy ambigua resolución de la tensión entre civilización y barbarie tuvo su cenit en apenas nueve años. Fueron seis libros: Cuentos de amor de locura y de muerte abrió la serie en 1917 y Los desterrados la cerró en 1926. El mismo año, Editorial Latina ponía en la calle El juguete rabioso y el sociólogo y cineasta escocés John Grierson usaba por primera vez la palabra “documental” para referirse a las películas que, sin ser ficción, eran elaboraciones creativas separadas de los noticieros.
Quiroga fue algodonero, destiló naranjas, fabricó carbón, secó yerba mate y casi siempre se arruinó para reivindicarse por la narración –no siempre en primera persona– de esos hechos. Si en él hay un ir y venir entre la experiencia y la escritura, menos evidente son los círculos y entretejidos que estos recrean. En "Los fabricantes de cabrón", cuando la caldera se rompe, Dréver escribe durante una tarde de lluvia un ensayo sobre el poder hormiguicida del alquitrán de hulla. Mucho antes, en septiembre de 1916, Fray Mocho había publicado Nuestra industria del carbón firmado por el Misionero, seudónimo del mismo Quiroga.
La selva fue su revelación, su alegría última y en cierta forma su ruina. La cita de Tacuara-Mansión es ya un clásico y lo incluye: “Misiones, colocada a la vera de un bosque que comienza allí y termina en el Amazonas, guarece a una serie de tipos a quienes podría lógicamente imputarse cualquier cosa, menos la de ser aburridos”.
Esa mesopotamia poblada de genios perdidos era un caldo de cultivo excepcional para la extravagancia trágica y los hombres valientes y resignados que ignoran su coraje: todos borrachos, todos emprendedores, todos extranjeros aclimatados. La ideología del ambiente se condensa la frase de Rienzi, el italiano que dice: “Una cosa es en el papel, y otra en el terreno”. Y la palabra clave acá es “terreno”, no “vida”, no “realidad”, o cualquier otra abstracción.
Un viento frío desde el río. Insisto, es probable que Quiroga, programático en la escritura, no tuviera una consigna férrea de vida. Más bien, lo que se ve es una ligera tendencia a dejarse llevar cada tanto por la corriente, que a veces es interna y por lo tanto incuestionable, y a veces es externa y accidentada. En su mejor momento, se dejó transformar por impulsos y pulsiones y fue al encuentro del mundo para que lo moldeara. Tal vez en la repetición de ese gesto se incluya la consecuente pasión de Quiroga por las adolescentes y sus arriesgados planes de conquista que implicaban viajes en moto a Rosario y túneles para sortear el celo de padres poco permisivos.
Es sabido que cualquier apunte para su biografía abunda en tragedias. La lista de sus suicidios es tan larga como lo fue su fría y recursiva relación con la muerte. Un accidente lo dejó huérfano de padre a meses de vida, su padrastro se mató, mientras limpiaban armas para un duelo se le escapó un tiro que mató a su amigo Federico Ferrando, su primera mujer se mató con veneno después de una pelea. Lugones y Alfonsina Storni, con la que tuvo una profunda relación de amistad, lo sobrevivieron para imitarlo. Sus hijos también fueron suicidas.
Cuando su segunda mujer María Elena Bravo lo abandonó, un avanzado cáncer de próstata lo devolvió a Buenos Aires. La leyenda dice que, internado en el Clínicas, Quiroga rescató a un freak, un “hombre elefante”, que los médicos tenían encerrado en los sótanos del hospital. ¿De qué hablaban mientras compartían la habitación? ¿De la muerte y la belleza? La madrugada del 19 de febrero de 1937, Quiroga tomó veneno y murió. Antes de que lo internaran, pinchaba insectos en la pared de su pensión, los iluminaba con una lámpara y se pasaba horas mirándolos. Héctor Murena dijo a principios de la década del 50: “Lo cierto es que había encontrado el camino. Para comprobarlo basta con leer los cuentos que se suceden a partir de su radicación en Misiones, basta con oír una vez el inextinguible tono de verdad que de ellos surgen.”