“Lo más interesante son los cruces.”
Una moneda que si es falsa es perfecta, un fotógrafo que reconstruye en la intimidad de su casa una réplica en miniatura de la ciudad, mareas de una ciénaga que ponen en marcha el mecanismo del recuerdo, la avenida Rivadavia. En el prólogo de El último lector, Ricardo Piglia enumera los elementos de una poética, pero sobre todo son la ciudad y sus lectores los que se vuelven centro de su atención.
“Hay una larga relación –escribe Piglia– entre droga y escritura, pero pocos rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert) donde la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal.”
Con la última edición de Crítica y ficción daba la impresión de que cierta parte del recorrido público de Piglia se había cerrado. El libro recoge una serie de entrevistas que van de 1984 a 1998, ensayos, fragmentos de diarios. Esa miscelánea de textos que mapea la literatura argentina mientras conforma una especie de biografía intelectual de su autor se había ido ensanchando con las reediciones. Pero en la posdata de 2000 que cierra el libro se lee: “Supongo que ésta es la versión definitiva y que el conjunto puede ser visto ahora como la repetición imaginaria de una experiencia real”.
Desde la primera versión de ese libro, a cargo de la librería Fausto, pasaron muchísimas cosas y hoy en día entrevistar a Piglia resulta si no imposible, al menos complicado. Sus permanentes viajes de trabajo a la Universidad de Princeton agregaban un obstáculo insalvable. Sin embargo, desde hace unos días se encuentra en Buenos Aires. El motivo: la conferencia que el jueves 6 de julio ofreció en la Biblioteca Nacional sobre la obra de Juan José Saer.
Oralidad y escritura. El título de la disertación fue finalmente “Saer, la tradición del escritor argentino”, y el autor de La ciudad ausente retomó la relación del santafesino con la poesía y su extraordinaria capacidad para construir personajes inolvidables, como Pichón Garay y Tomatis. Entrando y saliendo de la teoría, citando a Sarmiento, recordando, narrando, tematizando la política, terminó respondiendo las preguntas del público y afirmando que “la tradición se encuentra entre la memoria y la historia”. “A nadie salvo en un caso muy específico e inocente de esquizofrenia –agregó sobre el final–, se le ocurre que la palabras pueden ser suyas después de haberlas usado. Los escritores padecemos en algún sentido de esa forma de esquizofrenia. La literatura consiste en la ilusión de convertir el lenguaje en un bien personal.”
Hay algo en la oralidad de Piglia que responde la pregunta que se formulan, cada tanto, los intelectuales argentinos: cómo hablar y pensar sin estridencias pero con matices, y al mismo tiempo avanzar sobre los núcleos de sentido que definen a un autor, una ciudad, un país o incluso un estilo. Y esa oralidad les transmite una frescura especial, reconocible y confiable, a su prosa y a su pensamiento. Pero quizá lo más asombroso de su obra sea su conectividad total. Respiración artificial, su ya mítica novela de tesis, reenvía a sus ensayos; Plata quemada retoma su tarea como lector del policial negro norteamericano en clave rioplatense; en Nombre falso el fino trabajo con el verosímil vuelve a teorizar sobre la circulación de los bienes simbólicos y materiales.
Como si fuera una televisión permanentemente encendida en el living-comedor de una casa en el suburbio o las pantallas de los monitores en un cibercafé del Microcentro, su escritura está todo el tiempo conectada y en funcionamiento. Ricardo Piglia es dueño de una obra que concentra pero también abre. Una vez dijo que se ganaba la vida leyendo, y es un hecho que más de una generación aprendió a leer con sus breves y precisos ensayos y la maquinaria excéntrica y lúcida de su ficción. Relajado, en el mismo lugar en el que días atrás había hablado sobre Saer, Piglia accedió a una entrevista exclusiva con PERFIL.
¿Cómo surgen sus ideas narrativas? ¿Hay algún proceso que se repite cuando se sienta a escribir?
En general empiezo con un personaje. Después la situaciones varían y cambian hasta que encuentro una historia, o varias, y el personaje se transforma a partir de ahí. Supongo que el héroe es lo que persiste en la tradición de la novela, más allá de todas las modificaciones. Eso es lo que tiene en común Joyce y Dickens, Puig y Cambaceres.
Teoría y narración tienen muchas cosas en común. Y es habitual que hoy en día se las asocie, e incluso se las mezcle, pero... ¿en qué se diferencian?
En un caso, se argumenta con conceptos, y en el otro, se argumenta con narraciones. Los relatos muestran lo que las teorías dicen. Fue Henry James el primero en establecer la diferencia entre mostrar y decir. En ese sentido, Wittgenstein hace filosofía desde la posición del narrador. Son dos modos de pensar, dos modos de ver. Desde luego lo más interesante son los cruces. Basta pensar en Macedonio Fernández. Y ya sabemos que muchos –entre otros Kierkegaard, Nietszche y Bajtín– han visto en los diálogos platónicos el verdadero origen de la novela.
Buenos Aires aparece a menudo en su ficción y en su ensayística. ¿Cómo es su relación con la ciudad?
Durante un tiempo pensé que no podía salir del centro de la ciudad: las fronteras eran el río por un lado, y Callao por el otro. Pero supongo que tenía esa sensación porque no había nacido en Buenos Aires. Nací en Adrogué, que es un suburbio, y después viví en La Plata y llegué aquí recién en 1965. Así que en un sentido soy un recién venido, un forastero, y por eso todo me parece –todavía– único en la ciudad. Me pasó con Buenos Aires lo mismo que me pasó con otras ciudades. Primero leí algunas novelas –de Onetti, de Arlt, de Kordon– y después vine a buscar lo que había imaginado. Supongo que por eso mi novela sobre Buenos Aireas se llama La ciudad ausente.
Los textos de La Argentina en pedazos y Formas breves no se expanden sino que, por el contrario, tienden a concentrar. ¿A qué se debe esa predilección por la síntesis?
Tengo la sensación de que en los ensayos argentinos se charla de más. Hay una combinación mortal de jerga y de entusiasmo (por las propias palabras). No digo que yo no cometa ese error, pero trato de abreviarlo siendo lo más conciso posible. Prefiero equivocarme en pocas líneas que persistir en el vacío durante páginas y páginas. Algunos ensayistas argentinos escriben como si les pagaran por línea. Lo que pueden decir en cinco páginas lo repiten en doscientas pero, eso sí, sin cambiar nada.
Roberto Arlt es un escritor que viaja mal. Como usted dijo, es “poco exportable”. ¿A qué cree que se debe? ¿Qué es lo que no leen los lectores extranjeros en Arlt?
Arlt forma parte de esa serie secreta de escritores que exceden la normalización generalizada de la cultura contemporánea. Son como los puntos de ruptura de la lectura media. Arlt es uno, Marechal es otro. Lo mismo podríamos decir de Gadda o de Arno Schmidt o de William Gaddis o de Raymond Queneau. No terminan nunca de ser asimilados. Quizá son los mejores, los que sólo sobreviven en su propia cultura. No tienen nada de color local (porque el color local es fácilmente exportable), nada típico y a la vez no se los puede entender fuera de su tradición, o fuera de la tradición a la que ponen en crisis. Arlt no parece argentino, en todo caso no parece latinoamericano, es una especie de escritor ruso del siglo XIX que localiza sus novelas en Buenos Aires. Pero en el Río de la Plata sabemos bien quién es Arlt porque conocemos su estilo. Si no se capta ese estilo, no queda nada.
Recuerdo que cierta vez usted contó que entrevistó a Rodolfo Walsh. ¿Cuándo y cómo fue esa entrevista?
Fue en 1970, me parece. En aquel tiempo yo dirigía un colección de narrativa y estaba publicando una serie de relatos y entrevistas a distintos escritores. Hice un volumen con La novia robada de Onetti y el siguiente fue Un oscuro día de justicia de Walsh, y por ese motivo lo entrevisté. Empezamos hablando de Joyce y terminamos hablando de la revolución permanente. Muy típico de aquellos años. Aunque la verdad es que yo sigo hablando de lo mismo. O al menos sigo interesado en eso mismo.
¿Lee poesía?
Leo mucha poesía, pero no escribo sobre poesía. Escribí sobre Carreira y sobre Leónidas Lamborghini y me gustaría escribir sobre Sergio Raimondi, que está haciendo una obra excelente y muy renovadora. Hay muy buena poesía argentina, los poetas son mucho mejores que los narradores para decir la verdad, aunque –por suerte para ellos– se habla poco de los poetas.
Usted escribió un prólogo sobre la obra de Ricardo Carreira, ¿cuál fue su relación con él?
Nos conocimos en la época del Di Tella. Carreira era muy amigo de Roberto Jacoby y nos veíamos siempre. Fue un artista excepcional, estaba todo el tiempo inventando situaciones, era un situacionista barrial, digamos, un inventor de realidades. Estaba en la tradición de Xul Solar y de Macedonio Fernández, pero también de Guy Debord. Tenía un lenguaje muy preciso, escribía como si las palabras fueran objetos radiactivos que habían sobrevivido a una catástrofe nuclear y al mismo tiempo no paraba de hablar, uno entraba en la frecuencia Carreira y él estaba ahí, transmitiendo. Me hacía acordar a esos radioaficionados que le hablan al mundo, solos en la noche, desde un garaje, conectados a sus aparatos caseros de onda corta.
¿Cuál es su relación con las llamadas “nuevas tecnologías”?
Me intrigan. Me parece que todavía no han descubierto cómo ganar plata con Internet y el asunto se les fue de las manos. Estamos en la etapa del comunismo primitivo, una especie de socialización rara de los medios de producción. Cualquiera puede entrar y salir, abrir su página, hacer su blog, armar redes, difundir información alternativa, ir a un ciber si no tiene computadora. Cuánto va a durar eso, no lo sé. En algún momento van a inventar un candado pero por ahora todo está disponible, no existe la propiedad privada.
(Publicado en el suplemnto Cultura de Perfil)