El clima venía bien. Se terminaba octubre y todavía se podía salir apenas abrigado, sin preocuparse por la lluvia o el frío.
— El problema es la comunicación— dijo Henry y se terminó de atar los cordones. Arriba del escritorio había un par de libros y el baño estaba lleno de platos sucios. Me había preguntado si quería ir a comer y como yo ya había terminado, lo estaba esperando.
— Los hombres dicen que no hay mujeres, las mujeres dicen que no hay hombres. Lo único que queda claro es que falta comunicación.
Cuando estuvimos listos, salimos. Los caminos estaban hechos con grava y por más distraído que anduvieras, siempre podías sentir el crujido de las piedras abajo del zapato.
— Porque, como ya te habrás dado cuenta, París es una ciudad llena de gente sola.
— Sí, eso se nota— le respondí.
El comedor no quedaba lejos y era bueno ir a pie. En general los estudiantes hacían el camino de ida a buena velocidad y regresaban a sus habitaciones y a sus libros muy despacio, parándose para tomar una taza de café en cualquier lado y charlar un rato. A mí me gustaba especialmente ir al comedor de la Ciudad Universitaria. Era barato y con un poco de suerte se comía muy bien.
— Ese podría ser un buen tema para tu libro.
— Sí—dije no muy convencido—. Puede ser.
— ¿Estás escribiendo ahora?
— Todavía no, estoy tomando notas.
No se podía decir que estuviera escribiendo. Me sentaba en el escritorio y anotaba ideas. Cuando uno escribe, está concentrado y yo no había logrado concentrarme todavía. Por supuesto, tenía un par de excusas excelentes. Por ejemplo, no sabía dónde iba a dormir cuando se terminará mi mes en la Ciudad Universitaria. Henry conocía la situación así que se limitó a decir que no me apurara. No era un mal consejo.
— Todavía es un poco temprano, pero, ya te digo, uno de los temas tiene que ser la soledad. ¿Hoy a la tarde vas a ir al Louvre?
— No, no creo.
Yo había llegado a París a mediados de los noventa y sabía que entraba en una ciudad difícil, una ciudad con personalidad avasalladora y llena de trampas y personas que me iban a confundir y a negar y a poner aprueba. Cuando bajé del tren, entonces, estaba preparado, o, por lo menos, pensaba que estaba preparado. Venía del sur de Alemania, donde había estado trabajando como jardinero y cuidador de niños. No era un pasado reciente lleno de honor y desafíos cumplidos, pero la jardinería es una disciplina digna de experimentarse, sobre todo cuando uno está inmerso en el universo siempre prolijo y limpio de los libros. Por no hablar de los pequeños alemanes con los que había tenido que lidiar. Eso sí había sido una puesta a prueba. Uno hace lo que puede para sobrevivir.
A mis amigos les había escrito sobre la posibilidad de trabajar en la biblioteca de una pequeña universidad en Tünsdorf, un pueblito de no más de tres mil habitantes en la provincia de Saarland. Esa era mi carta de presentación, si alguien preguntaba qué hacía en Europa. Pero la verdad fue que en la biblioteca de Tünsdorf los libros eran pocos y ya estaban ordenados.
Cuando nos conocimos le conté un poco de todo esto a Henry, que lo escuchó atentamente.
— O sea que fue como una especie de retiro espiritual—me dijo.
— Sí, es una forma de verlo.
— ¿Y qué hacías para pasar el tiempo?
— Leía las Metamorfosis de Ovidio.
— Ahá. No es mala lectura.
Yo me había metido las manos en los bolsillos.
Cuando estuve listo, cuando llegué a la conclusión de que el sur de Alemania y yo éramos incompatibles, no lo pensé dos veces y me fui a París.
— Yo pasé una vez por Luxemburgo— me dijo Henry— Fuimos con otros estudiantes de una clase diseño. El próximo verano queremos ir a Shangai.
El trayecto entre la estación central de Saarland y la Gare de Lyon, según recuerdo, no fue ni corto ni largo. Pero hacía calor y los camarotes estaban sucios. Elegí uno donde había un hombre y tres mujeres. Saludé y me senté. A mitad del viaje, el hombre me preguntó en francés si podía leer en alemán y me mostró su boleto. Al principio me esforcé, pero enseguida me di cuenta que el tipo estaba aburrido y lo que quería era hablar. Aunque estaba leyendo, acepté la conversación. Me contó que era de Estrasburgo, que viajaba mucho a Berlín, que había estado de vacaciones en Frankfurt donde tenía una novia.
— ¿Estuviste en Berlín?
— No. ¿Y vos?
— No, yo tampoco.
Entramos al edificio del comedor y como era temprano no había mucha gente. Teníamos hambre así que los dos elegimos el plato del día porque parecía abundante. Un guiso de repollo hervido con carne. Cuando nos sentamos en una mesa cerca del ventanal, Henry me contó que París le había resultado casi impenetrable los primeros meses.
— Es como un animal, supongo. Hay que domarlo. Y eso lleva tiempo, hay que ser paciente.
Levanté un pedazo de repollo con el tenedor y lo soplé porque estaba caliente.
— Quizás lo que más engaña es que nada de lo que leíste existe hoy.
No tengo recuerdos del primer metro que tomé. Sí tengo recuerdos de la Gare de Lyon cuando bajé del tren que me traía del norte. Ya había caído la noche y el clima era templado. Las luces brillaban de la misma manera que brillan en verano en las estaciones de Once o de Constitución. El ambiente era muy similar, pero todo estaba sano. Es decir, no había basura apilada en las esquinas y en las paredes y el piso no se veían agujeros ni ladrillos rotos. En Alemania había estado usando un abrigo de lana bastante bueno que había heredado de mi padre y seguramente me lo quité y lo apoyé sobre la valija. Sé que me tomé un minuto en el hall de la estación para decirme a mí mismo: “Bueno, llegamos, acá estamos”.
— Nada de lo que leíste sobre París existe hoy en París— volvió a decir Henry.
Henry había nacido en Medellín, de padre colombiano y madre francesa. A los diez años sus padres se habían separado y él terminó la escuela secundaria en Buenos Aires. Estudiaba arquitectura en La Villete hacía más de tres años. Era inteligente y serio, y me caía muy bien.
— Lo que quiero decir es que hay muchos libros que describen un París que ya no existe.
— Entiendo— dije. En realidad, creía entender.
En la Ciudad Universitaria todas las habitaciones tenían un buen escritorio. La mía no era la excepción. Cuando llegué de Alemania, estuve diez días en un Albergue para la Juventud. Estaba lleno de gente esperando para salir a la ciudad o solamente haciendo tiempo. La mayoría turistas. Me dieron un cuarto con cuatro camas, pero estaba vacío. Me acuerdo muy bien que abrí una ventana que daba a un boluverd, y pensé que era un buen albergue y que, por ser el primer día, podía salir a dar una vuelta. Tenía muchas cosas que resolver pero primero quería aclimatarme un poco.
Caminé hasta el Pont Neuf y aunque disfruté del trayecto, no pude dejar de pensar que tenía sólo diez días en el albergue. Diez días era muy poco. Yo quería planeaba quedarme mucho más tiempo. Así que diez días era mi margen para encontrar un lugar donde quedarme más tiempo. ¿Cuánto tiempo? No lo sabía.
Terminó de caer la noche y empecé a buscar un bar. Pero el Cartier Latin, tan prestigioso, recordando en cada esquina su estatus de “barrio muy famoso”, me resultó limitado, demasiado cargado de norteamericanos de vacaciones.
Caminé un poco más bordeando el río y entré en un lugar donde los turistas parecían menos turistas. Esos primeros diez días en París fueron como un paréntesis. Yo pensaba que hasta que no tuviera una rutina, no iba a sentir que había llegado. Después comprobé que uno nunca termina de llegar a París de la forma en la cual yo quería llegar.
En el albergue, mis compañeros de cuarto pasaban uno atrás del otro, como si formaran una fila: un japonés que venía de Milán y, después de una noche en la ciudad, seguía para Ámsterdam, un australiano que dormía hasta las tres de la tarde, un chileno que había llegado de Londres y se había tomado “dos días para conocer París” antes de volver a Santiago. Uno podía admirar su capacidad para atravesar la ciudad, para ignorarla, para utilizarla. En el comedor del albergue, mientras desayunaban, se arreglaban las salidas. Algunos catalanes iban al Sacre Coure y te invitaban a ir con ellos, cinco mexicanos se preparaban para pasar todo el día en Versalles y si querías, podías acompañarlos, y así.
La pasé bien yendo a la Torre Eiffel y esas cosas, pero me di cuenta de la diferencia cuando probé el escritorio de mi habitación de estudiante en la Ciudad Universitaria. Sentía que había logrado algo, era algo mínimo, pero a la vez indispensable. La sensación me reconfortaba.
Logré, gracias a Henry, que me recibieran en el edificio de la Fundación Deutsch de la Meurthe. Para un outsider como era yo en ese momento, había sido todo un logro. Más si uno tiene en cuenta que cuando fui a la Casa de Argentina, ni siquiera me abrieron la puerta. Un tipo alto y con cara de perverso me dijo por una mirilla que no molestara. Sin embargo, en la Ciudad Universitaria el ambiente era de estudio y eso hacía que hubiera cierta solidaridad recíproca entre los estudiantes. Por mínima que fuera, existía. Y aunque el espíritu nómade se palpaba con las manos porque los estudiantes extranjeros lo mantenían vivo, la cosa era diferente.
— La bohemia no existe más. Hace años que desapareció—me decía Henry. Habíamos comido bien y ahora solamente hablábamos con los platos sucios a un costado de la mesa.
— Voy a tener que escribir sobre otra cosa.
— Sí, creo que esa es la idea.
Hubiera sido muy ingenuo de mi parte ir a buscar ideas y personas que ya llevaban más años de muertas que yo de vivo. Lo que decía Henry era verdad. ¿Qué podía quedar del oropel y la elegancia de los años veinte? Los sesenta, que parecían todavía más lejos, habían dejado, para decirlo sin vueltas, lo peor: la culpa, la frustrada idea de la utopía mágica y algunos viejos insoportables que seguían repitiendo lo mismo y vivían muy pero muy alejados de la realidad. Del amor libre, la liberación de las instituciones y la posibilidad de no pensar ni en el dinero ni en el confort no había quedado nada. En el París de mediados de los noventa toda esa pasión había sido pulcramente barrida, desinfectada y colgada en un museo.
Mientras tanto, la ciudad se había convertido en una parodia de sí misma. Las placas recordatorias eran la marca más visible de esa transformación. Había placas literarias que le recordaban al curioso que un escritor famoso había vivido en el tercer piso de ese edificio, había placas en los cafés de donde se juntaban los surrealistas, había placas históricas que le advertían al peatón que dos miembros de la resistencia habían sido abatidos en esa esquina por tropas de la SS, había una serie de placas especialmente intimidatorias y extrañas en el café Les Deux Magots, donde tantos intelectuales se habían juntado a pensar y debatir sus ideas y sus obras.
Todas sin excepción parecían lápidas. Y se notaba que, trabajando bajo tierra, los gusanos del prestigio se habían comido hasta el último pedazo de carne.
Yo había llegado a París con la egocéntrica idea de escribir sobre mí mismo. El objetivo era elaborar una crónica honesta y clara sobre lo importante que era para mí estar en esa ciudad, tratando de auto educarme y convertirme en escritor. Era un desafío máximo. Al principio, usé la metáfora de las capas. Había que pasar para el otro lado, perforar la superficie. Tenía que trascender y dejar atrás esa Paris-Parodia, la ciudad nostalgia. Si quería escribir, el objetivo era llegar ahí donde la ciudad tenía pulso, novedad, renovación, actualidad. El problema más grande residía en que no estaba seguro de cómo se hacía, y no estaba seguro de lograrlo, y lo peor de todo, no tenía ninguna garantía de que ese lugar, esa ciudad utópica, oculta y real, pero sobre todo contemporánea, existiera.